Machismo y vanguardia.
Escritoras y artistas en la España de Preguerra. Así
se titula el libro de Encarna Alonso Valero que he encontrado casualmente en
una de mis librerías habituales. A veces el azar consigue que uno se cruce con
un título sugestivo, cuya lectura no defrauda las expectativas.
Distingue
la autora dos períodos o etapas bien diferenciadas en el desarrollo de las
vanguardias literarias españolas: la primera, comprendida entre finales de 1918
y 1923, centrada en el inicio y el declive del movimiento ultraísta, y una
segunda mucho más academizada y vertebrada en torno a Revista de Occidente y el equipo cultural de José Ortega y Gasset.
Las
vanguardias desembarcan en España decisivamente a partir de que Isaac del Vando
Villar funda la revista Grecia.
Señala Alonso que en ese momento inicial la presencia de mujeres en los medios
ultraístas es mínima, ya que en su revista más emblemática, Ultra, no aparecen más que unas escasas
líneas escritas por Rosa Chacel, y colaboraciones de la poeta Lucía Sánchez
Saornil, que firmaba con un nombre masculino: Luciano de San Saor. Se concluye:
“Esa escasez no puede extrañarnos si atendemos a la poética y la teoría del
movimiento. Según se puede leer en el Manifiesto
ultraísta, la fuerza renovadora de la auténtica vanguardia era viril y
aparece identificada repetidamente con lo masculino” (pág.15). El texto
insistía en imágenes sexuales y bélicas, cuya conclusión necesaria era que
resultaba preciso “romper el himen” de la cultura. Sin duda se trataba de
reflejos de lo expresado por Marinetti en los textos fundacionales del
Futurismo (1909), formulado explícitamente como un movimiento que despreciaba
tanto a la mujer como a lo femenino.
Mucho
más significativas (y también, claro, decepcionantes) son las aportaciones
teóricas de los grandes nombres de Revista
de Occidente. Es a partir de 1923, con la fundación de la revista, cuando
las nuevas estéticas se consolidan e incluso se institucionalizan. Cuando, como
repite con acierto Alonso, se consolida en torno a Ortega un poderoso campo
cultural que regulará lo que es centro y lo que es periferia en el ámbito de la
modernidad hispánica. La autora llega a atribuir a Ortega un “poder normativo”.
De hecho, en el fondo, lo que hace principalmente la autora es aplicar la
teoría de campos de Bourdieu sobre el escenario fascinante de las letras
españolas de los años 20, para tratar de llegar a conclusiones claras sobre
cuál fue realmente el papel de las mujeres creadoras en un entorno tan
claramente monopolizado por los orteguianos. Como escribe Alonso: “quien
aparecía en la revista era porque había sido consagrado, constituido como
élite, y se consagraba, entre otros mecanismos, asegurándose la prestigiosa
posición que ofrecía aparecer en la revista” (pág.30). Los resultados
sorprenden, y aunque la autora se cuida de distinguir suficientemente los
inmensos méritos teóricos de hombres como Gregorio Marañón o el mismo Ortega,
las conclusiones no dejan de resultar dolorosas para un lector acostumbrado a
admirar los edificios culturales inmediatamente anteriores a la guerra civil.
Porque
las palabras son, en este caso, inequívocas. Ortega teorizaba que lo propio de
la mujer era permanecer en la esfera de lo privado, como naturaleza que miraba
hacia adentro, y que por lo tanto el género que le tocaba por atribución
natural era el epistolar. En cambio, la operación de lanzar lo íntimo hacia
afuera, hacia el universo, era propia del hombre, cuya esfera natural era el
ámbito público (pág.36).
En
1923, Revista de Occidente publicaba
un texto de Simmel en el que este afirmaba que la mente de la mujer no se podía desligar de lo que era
naturaleza misma, es decir, irracionalidad y ausencia de proyección pública.
Asimismo, Simmel reservaba para las mujeres lo que denominaba “artes
reproductivas”, es decir, el bordado o el arte dramático. Pensar, escribir
poemas, eran cosas que solo podía ejercer un hombre.
En
1924 veía la luz el trabajo de Gregorio Marañón titulado “Sexo y trabajo”, que
no podía ser más elocuente: “Esta desigualdad biológica era el tope que marcaba
el distinto camino que cada sexo había de seguir en la vida: tú, mujer,
parirás; tú, hombre, trabajarás” (pág. 39). ¡Como si Dolores Moya, su esposa,
no le hubiera ayudado con sus libros! ¿Es que no era eso trabajar? En 1910, tal
y como reporta Antonio López Vega en su magnífica biografía sobre Marañón, el
médico le había escrito a Dolores: “¿Quieres una cosa? Yo te enseñaré a
escribir a máquina y tú me copiarás las cosas que escriba. Así estaremos
siempre juntos” (Gregorio Marañón.
Radiografía de un liberal, Madrid, Taurus, 2011, pág, 74). López Vega
afirma también que “Así fue durante toda su vida”: Gregorio iba escribiendo y
Lolita mecanografiaba...
Según
Marañón, “la especial constitución de su sistema nervioso, que la hace
infinitamente apta para los estímulos sensitivos y emocionales tan propios de
la maternidad, la hace en cambio poco dispuesta, en el promedio de los casos,
para la labor mental abstracta y creadora” (pág.40). De esta forma, a través de
la pseudociencia y la filosofía se sustituían los dogmas religiosos en la
confrontación de las diferencias naturalizadas, presentadas como hechos
irrebatibles e incontrovertibles. Un ejemplo más: el orgasmo era también
esencialmente masculino. Las mujeres que lo disfrutaban eran anormales y
viriles.
Marañón
hablaba de un “promedio” de mujeres negado para la abstracción racional: la
existencia de “excepciones”, fundamentalmente Rosa Chacel y María Zambrano,
vendrían a confirmar la regla en las teorías de Ortega. Alonso echa de menos
una tradición liberal que entroncara con la defensa de las mujeres realizada
por Mill: la figura de Ortega y Gasset, sin duda quien mejor hubiera podido
representar ese papel, resulta decepcionante en este sentido: “Así como apuesta
de manera decidida por la modernidad y el europeísmo en otros campos, siendo
ese en definitiva su proyecto intelectual y cultural, en lo que tiene que ver
con las relaciones entre los sexos vuelve los ojos atrás y reproduce la
ideología clásica ilustrada (y después romántica) de la mujer sensible,
irracional y, en definitiva, imposibilitada por su propia naturaleza biológica
para lo público” (pág.47).
Afirmó
Ortega en un artículo de El Sol
(“¿Masculino o femenino?”, 26 de junio y 3 de julio de 1927) que el hombre era
completamente independiente de la mujer, pero no la mujer del hombre. En El hombre y la gente, un curso de
1949-50 editado en forma de libro en 1957, repetía que la vida varonil era
esencialmente superior a la femenina.
Sin
embargo, las excepciones fueron importantes. Tampoco hay que olvidarlo: “En la Revista de Occidente publicaron autoras
como Rosa Chacel o María Zambrano, y Maruja Mallo hizo ilustraciones y expuso
en sus dependencias tras la impresión que sus cuadros causaron a Ortega,
abierto a la creación de excepciones (Chacel en literatura, Mallo en pintura y
Zambrano en filosofía: una por disciplina)” (pág.53). Alonso se explica tan
claramente que lo mejor es citarla: “La excepción más importante, a pesar de
sus inevitables limitaciones, no la encontramos hasta 1931, cuando Rosa Chacel
publica en la Revista de Occidente
una crítica sobre cómo las teorías contemporáneas de la diferencia sexual
servían para marginar a las mujeres de la cultura”. En aquel texto, “Esquema de
los problemas prácticos y actuales del amor” (Núm.31, págs.129-180), Chacel
arremetía contra Simmel y Jung y proponía que el género “es una construcción
cultural y no un hecho natural” y que “debían impugnarse sus restricciones a la
producción artística y cultural” (pág.60).
Rosa
Chacel regresó de Roma en 1927 con el manuscrito de Estación. Ida y vuelta bajo el brazo. Estaba convencida de que se
ajustaba al canon orteguiano. Por lo tanto, su sorpresa fue mayúscula cuando su
novela fue rechazada para la colección “Nova Novorum”, lo cual supuso un duro
golpe para su moral de escritora que empezaba a caminar. Efectivamente, Estación. Ida y vuelta, uno de los
textos literarios más significativos de la época, vio la luz en la editorial
Ulises, en 1930.
Ortega
hacía y deshacía, teorizando la desigualdad pero autorizando excepciones
señaladas compatibles con su ideología. Cuando hablaba de “generaciones” en sus
libros, en El tema de nuestro tiempo, en
En torno a Galileo, excluía a las mujeres de sus listas. En
el caso de las poetas, fueron manifiestamente “barridas” del “retrato de
familia oficial”. Por ejemplo, Dámaso Alonso, en su trabajo Poetas españoles contemporáneos (1952)
solo se ocupó de una sola mujer, Carmen Conde.
Algunas
anécdotas que refiere Alonso denotan un grosero y brutal machismo, alejado de
las sutiles teorías de los elegantes Marañón y Ortega. Por ejemplo, al ser
invitado Jacinto Benavente a dar una charla en el Lyceum Club Femenino, rechazó
alegando que no sabía dar clases “a tontas y a locas”. No menos doloroso y
sangrante es el caso de Luis Buñuel, que cambió el piano de su compañera sentimental
por tres botellas de champán.
Se
ocupa Alonso también de glosar cuáles fueron los principales focos de formación
y desarrollo intelectual de las mujeres en la España de la época, valorando su
aportación efectiva y su valor como plataformas de emancipación. En los años
diez se fundaron la Junta de Damas de la Unión Iberoamericana de Madrid,
heredera de las sociedades de Beneficencia características del siglo XIX; la
Asociación Nacional de Mujeres Españolas (AMNE), declarada políticamente de
centro y creada en 1918. En 1915 se
había creado la Residencia de Señoritas, mucho menos ambiciosa en lo cultural
que su modelo masculino, e imbuida de cierto corte represivo. Aunque las
mujeres estudiaban en ella Magisterio, en 1928 solo dos de las doscientas
residentes habían elegido esa carrera: la enorme mayoría ya se había decantado
por Farmacia. Eulalia Lapestra, secretaria de la institución, declaraba en el Heraldo de Madrid, en marzo de 1928, que
la carrera de Farmacia permitía a las mujeres no abandonar sus hogares
familiares.
Derivada
de la AMNE se fundó la Juventud Universitaria Feminista (JUF), de más clara
vocación intervencionista, y donde se asociaban estudiantes y licenciadas. De
ella surgieron las principales personalidades políticas de los años 30, como
Victoria Kent y Clara Campoamor. Ya en los años 20, la Cruzada de Mujeres
Españolas, presidida por Carmen de Burgos, fue la primera en reclamar el
sufragio femenino.
En
noviembre de 1926 fue creado el Lyceum Club Femenino, espacio que resultó
fundamental para creadoras como Concha Méndez o María Teresa León (pág.80). Fue
clausurado, como toda la vida intelectual oxigenada, al final de la guerra
civil. Formaron parte de él casi todas las mujeres destacadas del momento:
María de Maeztu, Victoria Kent, Zenobia Camprubí, Ernestina de Champourcin,
Carmen Baroja, María Goyri, María de la O Léjárraga, Magda Donato, Elena Fortún
o Carmen Conde. En 1933, como una agrupación del Partido Comunista de España,
se creaba la Agrupación de Mujeres Antifascistas.
No
hace falta que insistamos en el hecho de que todas estas asociaciones femeninas
fueron duramente combativas, tanto las progresistas como las conservadoras, e
incluso las neutras, desde tribunas reaccionarias o incluso desde publicaciones
y foros supuestamente progresistas.
Esperamos
que el hecho de haber ganado el XVI Premio de Ensayo Miguel de Unamuno 2015 del
Ayuntamiento de Bilbao ayude a este libro a abrirse paso entre la maraña
abigarrada de títulos que se publican cada año en España. Realmente merece una
buena distribución, una buena acogida. Aunque se eche de menos algo más de
enfoque multidisciplinar, pocos ensayos saben reunir en tan pocas páginas unos
argumentos tan bien sostenidos con unas conclusiones tan claras, tan necesarias
para una renovación de nuestras ideas sobre una etapa tan brillante de nuestra
cultura. La forma, el ensayo fluido y limpio de digresiones, es muy acertada. Y
no se trata en ningún caso de rebajar el valor de la obra literaria de ningún
autor, sino más bien, y sobre todo, de romper con un muro de invisibilidad que
nos impide entender una época en su totalidad real. Por mi parte, seguiré
considerando la labor de Ortega exactamente igual que antes, y a Marañón un
ensayista de primer orden; lo que resulta preciso, en todo caso, es
desmitificarlos; y en su dimensión humana resultan aún más comprensibles,
verosímiles.
Empieza
a resultar urgente que reconozcamos a nuestras creadoras, políticas e
intelectuales, que profundicemos en su difusión y que respondamos a nuestras
preguntas a través de sus legados.