Pienso que tendríamos que alegrarnos de que en nuestra república de las letras destaque una escritora como Patricia Almarcegui, una auténtica aventurera literaria como las de la época de la Ilustración o el Romanticismo. Conocer Irán (Fórcola, 2018) es una auténtica revelación. Almarcegui es capaz de cincelar párrafos como si su propio espíritu fuera una escultura, y la estatua de sí misma la construyera a partir de sus relaciones con los paisajes, la arquitectura, los jardines, las artes aplicadas y las demás mujeres, hermanas suyas fugaces, con que se cruza en su viaje, un viaje que va volviéndose iniciático a medida que se avanza en la comprensión integral del mosaico persa. No es solo que describa con enorme exactitud lo que ve: es mucho más. Lo que consigue esta escritura es desentrañar las claves íntimas y los significados espirituales de los objetos que desfilan ante ella. Le entran a uno ganas de ir, y de hacerlo ya, a ciudades como Isfahán, Yazd, Kashan, Mashsad, Kermán o Shiraz, donde la autora vivió luego, y que debe ser algo así como la Sevilla de Irán.
Conocer
Irán invita a volverse loco y salir a ver mundo sin red. Pero,
entendámonos, a vivir una locura ilustrada como la suya. Impresiona la capacidad de asombro de Almarcegui. Impresiona su
capacidad para integrar la realidad otra y de abandonarse a su seducción. Su
talento para desentrañar lo real oculto, el carácter de las gentes y las
culturas con las que tropieza. Impresiona la naturalidad con la que expone las
dificultades por las que ha de pasar una viajera por el simple hecho de ser
mujer e ir sola. Impresionan su sabiduría, su capacidad por engarzar anécdotas,
historia y deslumbramientos en una prosa basada en la arquitectura de los
párrafos y la confesión moderada. Un libro delicioso, vaya.
También va siendo hora de que la
crítica se fije en el Eduardo Moga prosista. Su obra dedicada a los viajes
empieza a ser ya muy extensa. La pasión
de escribil. Relato de tres viajes a Hispanoamérica es del 2013; Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres,
del 2015; y su continuación homónima, con el subtítulo añadido de “Una visión
crítica de Londres”, del 2016. Los ha ido publicando en La Isla Siltolá y
Varasek. A sus toneladas de excelente poesía hay que ir colocando ya todas
estas toneladas de impresiones y juicios en buena prosa. Su nueva entrega, El mundo es ancho y diverso, incluye un
relato sobre una estancia familiar en Lanzarote, la aventura de un festival
literario en Polonia y Ucrania y un periplo tunecino; lo acaba de publicar
Baile del Sol. Todo ello viene a sugerirnos que la dedicación moguiana a los
viajes no es una broma ni un episodio fugaz, sino un cultivo creciente sobre el
que valdría la pena detenerse.
Lo
que más abunda en El mundo es ancho y
diverso es la ironía: “A mí las actuaciones folclóricas siempre me han dado
sueño (de hecho, solo puedo imaginarme tres cosas más narcóticas que un
festival folclórico: una misa, un encuentro de poetas de la experiencia y un congreso
de auditoría y contabilidad”; o: “Muy pronto comprobamos la eficacia del
servicio de guaguas: el último autobús a la capital acaba de salir, y el
siguiente tardará una hora y media”. Un humor que no abundaba en sus libros
dedicados a Londres, lugar que dejó en el autor una impresión culturalmente
rica pero más bien nubosa y crítica. La idiotez inmanente en el mundo del
turismo es una de las cosas que más indigna al visitante de Lanzarote, pero a
la vez el autor se pregunta por qué a veces no puede reprimir el instinto de
hacer el guiri. Asimismo, el libro concentra un acerado anticlericalismo,
característico también de los textos de Moga, así como la denuncia de los
nombres de fascistas colocados sobre placas, calles y hoteles. Y se nota que
escribe un poeta, sobre todo en las pinceladas de paisaje: “Contemplamos el
paisaje de Lanzarote por primera vez: picachos pelados se elevan, como pezones,
de la tierra seca, y a sus pies se disponen, como legos dispersos, islotes de casas blancas y cuadrangulares. Entre
los montes y las agrupaciones de casas, muretes de piedra volcánica intersecan
los campos”.
También
llama la atención, en el libro, el interés moguiano por las desnudeces de las
mujeres y los juguetes pornográficos. Se trata del registro que exploró en sus Seis sextinas soeces. Y no es un
registro erótico; no: es un registro soez, un idioma guarro. La sinceridad
entra de lleno en la poética del autor, que tiene un falito con patas sobre la
mesa de su despacho y se hace fotos con estatuas de enormes falos. Ver nalgas y
tetas, lamentar el estado de vejez y decadencia física, admirar y dejarse
enamorar por chicas guapas y cultas, es su manera de denunciar la hipocresía
generalizada, y de reivindicar el sexo como algo lúdico y vital. Eduardo Moga
es un escritor radicalmente materialista, ateo y, a veces, pornográfico como un
goliardo. Es un auténtico pagano medieval. El
mundo es ancho y diverso es, curiosamente, el libro más confesional del
autor, el que más refleja su vida familiar, su identidad y su manera cotidiana
de vivir y pensar. Hacia el final de la obra, Moga nos muestra qué opinión (o
pasión) le despiertan los libros de viajes: “Me gustan los libros de viajes:
leerlos y escribirlos. Es una forma singularmente directa de obtener lo que
persigo en literatura: ser otros, vivir más, ser más”. Es una declaración
aleixandresca.
En el otro reverso de la medalla, el
neorromanticismo pudoroso de Sergi Bellver, que acaba de publicar Variaciones sobre Budapest (La Línea del
Horizonte), una auténtica joya del género. Lo siento, me pierden los libros
minúsculos. Conocer Irán, también es
un maravilloso libro menudo. Para escribir una novela sobre el Imperio
Austrohúngaro, Bellver pasa unos meses en la capital húngara y se deja enamorar
por todos sus rincones. Cuando observa a chicas en el metro, Bellver se entrega
al más musical de los sentimentalismos. Estamos muy lejos del exhibicionismo
juglaresco de Eduardo Moga. Bellver engarza su impresionante capacidad de evocación
y vivencia y observación con pasajes musicales, y el resultado es una viva
sinfonía de sensaciones armoniosas. Moga bebe de Sade y de la Ilustración
gamberra; Bellver es más sereno y leopardiano.
Más que una teoría del viaje, lo que
firma Bellver es una teoría de la vida, de la Historia, un manifiesto a favor
de la lentitud y una teoría de la soledad: “Otra de las bondades de la renuncia
es, simplemente, ser dueño de tu tiempo y no tener que cumplir con un programa
solo porque los demás esperan que lo hagas”; “Viajar en tren es atender al ritmo
del paisaje no tiene nada que ver con facturar kilómetros”. Bellver es uno de
los escritores más puramente escritores que pueden encontrarse hoy en nuestro
país. No es que sea “puro”, es que lucha desde el nomadismo y la ascética por
no ser más que un escritor. Por ejemplo, Moga es también editor o padre, y
Patricia Almacergui es también aventurera y profesora. Bellver escribe: “Para
mí, viajar tiene que ver con estar dispuesto a extraviarse, a renunciar a un
plan, a no cerrar el círculo previsto”. La impresión fugaz, el descubrimiento
íntimo, la metáfora feliz (“veo deslizarse las anguilas amarillas de los
tranvías”), la belleza para sí misma, son las cosas que persigue.
Viajar es huir del turismo, de los
tópicos y de las aglomeraciones idiotizadas. Estos tres autores nuestros lo
demuestran y defienden. El género goza, por lo visto, de excelente salud.
Disfrutémoslo, estudiémoslo como se merece.
Publicado en "Quimera", Núm. 414, junio de 2018.