dimecres, 29 d’agost del 2018

Anatoli Lunacharski, el poeta revolucionario



Anatoli Vasilievich Lunacharski nació en Poltava el año 1875, y siguió sus estudios en el gymnasium de Kiev. Su padre era un funcionario de ideología progresista. En el quinto curso ya se había afiliado a un círculo revolucionario marxista. Como esta circunstancia le hubiera cerrado las puertas del mundo académico ruso, consiguió convencer a su madre de que fuera enviado a Zúrich para estudiar Filosofía junto al maestro Avenarius. En esa ciudad formó parte del núcleo político de Plejanov y Axelrod, y leyó con profusión a sus autores predilectos: Spencer, Schopenhauer y Nietzsche. En 1897 volvió a Rusia y sufrió varias detenciones. En 1906, lo encontramos exiliado por varias ciudades europeas de Francia, Italia y Suiza, convertido en un fiel colaborador de Lenin. Vladímir Ilich Uliánov era cinco años mayor que él. Lunacharski consideró siempre a su amigo y mentor como un genio estratégico; en cambio, se veía a sí mismo como un “poeta revolucionario”. El tipo de vida andariega que mantuvo en Europa construyó el típico perfil de revolucionario cosmopolita y culto que Stalin gustó de borrar de la faz de la tierra a partir de 1928. Antes de ejercer tareas de gobierno, Lunacharski fue un activo orador, periodista, escritor y crítico literario.
Sin embargo, el destino de Lunarcharski fue menos hostil que el de otros revolucionarios de la vieja guardia. En los primeros compases del triunfo bolchevique fue nombrado Comisario de Instrucción Pública. Como escribió John Reed, el 2 de noviembre dimitió ruidosamente tras ser engañado. Se le dijo que la Catedral de San Basilio acababa de ser destruida. Lunacharski abandonó una reunión gritando que no podía soportarlo. Sin embargo, retiró la dimisión cuando la información fue desmentida. Su gesto se interpretó justamente en su época: Lunacharski se convirtió en la bisagra entre el mundo tradicional ruso y el Estado en construcción. Su obra debe ser considerada como el justo medio entre la conservación del legado cultural tradicional y su adaptación a los tiempos revolucionarios.
Ocupó el ministerio hasta 1929, año oscuro de consolidación del estalinismo. Dimitió porque vio definitivamente derrotado su ideal de ofrecer una educación integral para los hijos de los obreros: durante toda su trayectoria, aliado con la esposa de Lenin, luchó por su proyecto de mantener una escuela que combinara la introducción al trabajo con los saberes generales y humanísticos. Pero el signo de los tiempos viraba hacia una tecnificación acelerada de los estudios. El régimen necesitaba técnicos, y no pensadores. Nadezda Krupskaia, viuda de Lenin, quiso dimitir junto a él, pero no se lo permitieron. Para ella, la dedicación tenía que crear no solo obreros sino también “directores de fábrica”. Lenin mantenía controlado a su amigo a través de su esposa, que se convirtió en el centro ideológico del comisariado.
            La lucha entre los proyectos pedagógicos del Narkomprós y los de los partidarios de la Escuela Técnica llegaron a su punto culminante en 1920. Y no fue el único problema con el que tuvo que lidiar Lunacharski. Con el país enfrascado en una guerra civil, tuvo que invitar a la comunidad educativa a abrazar los ideales de los bolcheviques, sin recursos, sin posibilidad de capilarizar las propuestas oficiales a los rincones de un país inmenso, y a la vez contando con una masa de maestros declaradamente hostiles al gobierno comunista. Cuando el nuevo ministro tomó posesión, ni siquiera se sabía con exactitud cuántos departamentos dependían de la institución. La intendencia militar y los transportes acaparaban la atención de los bolcheviques, que despreciaban la enseñanza y la cultura. El objetivo durante años fue centralizar desde el Narkomprós controlado por él y Krupskaia la totalidad de los centros docentes preexistentes, pero la realidad era que los ministerios de Comercio e Industria, Finanzas, Agricultura y Comunicaciones eran muy reacios a ceder sus espacios y su personal. En 1918 Lunacharski redactó su célebre Informe sobre la Escuela Única de Trabajo, que abogaba por un sistema en el que el Estado mantuviera las presiones bajo mínimos.
            La situación del sistema educativo ruso en 1918 era totalmente caótica. Con todo, Lunacharski y Krupskaia consiguieron fundar innumerables jardines de infancia, colonias educativas y centros experimentales. En esa nueva educación imaginada se abolían los castigos, se estimulaban el teatro y la creatividad, se promocionaba el acercamiento afectivo entre los alumnos y los tutores, y la escuela proporcionaba ropa y una alimentación adecuada a los niños. El norteamericano Dewey era el pedagogo predilecto de Lunarcharski, y su máximo inspirador. Y es que las comunas infantiles se habían convertido en necesidades urgentes para dar cobijo a los huérfanos que iba dejando la guerra. Aun así, Sheila Fitzpatrick dejó escrito que entre los proyectos aprobados por el Narkomprós y su realización efectiva medió siempre un abismo. La esperanza de Lenin, que sí estaba interesado en la filosofía y la propaganda, era que aquellos niños trajeran el verdadero socialismo tras la etapa de la dictadura del proletariado. Para estimular al ministro en la combatividad, fue colocado a su lado Evgraf Litkens, que formaba ya parte de la generación de la guerra civil, y cuya mentalidad encajaba más con el bolchevismo militarizado. Para los líderes del partido comunista, Lunacharski fue siempre demasiado tolerante, un soñador rodeado de poetas y bohemios.
Nunca fue elevado al Comité Central ni se le consideró un político relevante. Sí se convirtió, desde 1917, en un orador muy apreciado y querido. Tras su salida del ministerio, fue nombrado embajador en Francia, lo que en el código de la época bien podía significar la antesala de la caída en desgracia definitiva. Murió en 1933, en la localidad de Merton, mientras viajaba hacia España con el objetivo de tomar posesión del cargo de embajador de URSS en la República Española. Con la muerte de Lunacharski, desaparecía la cara más amable del régimen soviético.
Su elección como embajador en España no había sido un azar, puesto que Lunacharski era un gran admirador de los clásicos españoles. En 1934, se publicó en España su drama Don Quijote Libertado. En esta primera edición, no figuraba editor, aunque fue elaborada en los Talleres Gráficos Marsiega. Sí en otra del mismo año, que publicó en Madrid la casa Luz. La pieza fue reeditada en Barcelona dos años después, por Boreal. En 1969, Seix Barral recopiló algunos de sus ensayos sobre arte escritos entre 1917 y 1929.
            En su artículo “El poder soviético y los monumentos del pasado”, Lunarcharski explicaba que “en un país que sufre una crisis revolucionaria en la que las masas, llenas de justo odio hacia zares y grandes señores, extienden dicha enemistad a sus viviendas y a sus bienes por no estar en condiciones de valorar la importancia histórica y artística de los mismos debido a la ignorancia a que continuamente estuvieron sometidos por parte de los mencionados zares  y grandes señores, en este país, detener la ola de destrucción, no solo conservar los tesoros culturales sino ponerse manos a la obra para reavivarlos, para convertir los museos momificados en bellezas vivientes”. En este fragmento se perfilan dos pilares básicos del sistema soviético: la dignificación de las masas a través de la cultura y la instalación de centros docentes, hospicios y sanatorios en antiguos palacios aristocráticos. El programa ministerial pretendía trasladar al obrero y sus hijos al palacio, mientras se le educaba para apreciar los tesoros artísticos. Para ello resultaba imprescindible conservar los edificios señoriales e instaurar un sistema educativo dignificador. Para ello se empleó  fondo Lunacharski desde su oficina. El comunismo, según su visión, no era otra cosa que un ideal educador, humanitario y civilizador.
            Entre 1908 y 1909, Lunarcharski vivió en Capri invitado por Gorki. Ambos gustaban de organizar congresos y charlas de contenido doctrinal. En 1908 y 1911 publicó en dos volúmenes una de sus obras mayores: Religión y Socialismo, para polemizar con el racionalismo de Plejanov. Lunacharski opinaba que el comunismo debía ser una religión del hombre, una nueva espiritualidad basada en una solidaridad mutua que construyera una nueva época. En los años treinta, aquello era totalmente incompatible con la deriva que tomó la política soviética. Incluso Lenin llegó a romper con él, considerándolo un “charlatán” y un místico. Sin embargo, se reconciliaron en 1915. Visto en perspectiva, Lenin utilizó a Lunacharski, su hombre diplomático, para impulsar una reforma lenta que evitara el rechazo frontal de la comunidad académica y científica. Situar al frente del Narkomprós a un bolchevique “duro” le hubiera causado más problemas que beneficios.
            Las instrucciones y reformas del Narkomprós encontraron un muro infranqueable entre la comunidad científica rusa. Los profesores de la Universidad de Moscú procedían, en su mayoría, del partido cadete; su ideología era de tipo liberal, predominaba entre ellos el anticomunismo, y se habían comprometido con la revolución anterior. Los estudiantes también veían con malos ojos las injerencias del ministerio, lo cual mortificó a Lunacharski durante años. En general, muchos maestros y profesores creían que el nuevo régimen no iba a durar, y aguardaban con esperanza la victoria de los ejércitos blancos. Sin embargo, Lenin ordenó que se mantuviera la autonomía en los centros académicos: comprendía lo que también comprendió Stalin: su régimen necesitaba mantener a una casta científica activa. Oldemburg, predecesor de Lunacharski en el ministerio, lideró esta resistencia por la autonomía académica desde las aulas universitarias y los laboratorios.
            En 1918, Lenin comunicó a Lunacharski su orden trascendental de instalar propaganda por todos los rincones del nuevo estado, y le indicó la necesidad de que el arte incorporara un vector útil a la Revolución. Es el momento en que dio comienzo la explosión del cartelismo. Lunacharski ocupa un lugar doble en la historia de las Artes. Por un lado, se le considera el diseñador de la propaganda política soviética; por otro, se le reconoce la voluntad de no querer imponer una línea estética oficial que ahogara la creatividad de los artistas y escritores de la época. En “La Revolución y el arte”, escribió: “Como se comprenderá, el Estado no tiene intención de imponer por la fuerza sus ideas revolucionarias ni sus gustos a los artistas”. Lunacharski se propuso apoyar un arte oficial vanguardista, pero sin imponer una determinada dirección. Algo que cambió drásticamente en los años treinta, cuando el realismo socialista sustituyó por ley cualquier otra forma de expresión.

            Lunacharski fue, ante todo, un idealista de la ilustración popular y un animador cultural sin precedentes. Cuando, en 1932, Stalin prohibió explícitamente las estéticas de vanguardia, las artes decayeron increíblemente en Rusia. Se cerraba de ese modo el capítulo más creativo y recuperable de la Revolución de 1917: el del despliegue de un sistema educativo único por su extensión y su modernidad pedagógica, y el del desarrollo de todo tipo de ismos que venían de atrás pero que habían visto el campo abonado para su expresión y socialización, incluso internacionalmente. Los capítulos siguientes a su actuación fueron de una aterradora tristeza.

Andreu Navarra

Publicado en "La Aventura de la Historia", 238, Agosto de 2018.