Anatoli
Vasilievich Lunacharski nació en Poltava el año 1875, y siguió sus estudios en
el gymnasium de Kiev. Su padre era un
funcionario de ideología progresista. En el quinto curso ya se había afiliado a
un círculo revolucionario marxista. Como esta circunstancia le hubiera cerrado
las puertas del mundo académico ruso, consiguió convencer a su madre de que
fuera enviado a Zúrich para estudiar Filosofía junto al maestro Avenarius. En
esa ciudad formó parte del núcleo político de Plejanov y Axelrod, y leyó con profusión
a sus autores predilectos: Spencer, Schopenhauer y Nietzsche. En 1897 volvió a
Rusia y sufrió varias detenciones. En 1906, lo encontramos exiliado por varias
ciudades europeas de Francia, Italia y Suiza, convertido en un fiel colaborador
de Lenin. Vladímir Ilich Uliánov era cinco años mayor que él. Lunacharski
consideró siempre a su amigo y mentor como un genio estratégico; en cambio, se
veía a sí mismo como un “poeta revolucionario”. El tipo de vida andariega que
mantuvo en Europa construyó el típico perfil de revolucionario cosmopolita y
culto que Stalin gustó de borrar de la faz de la tierra a partir de 1928. Antes
de ejercer tareas de gobierno, Lunacharski fue un activo orador, periodista,
escritor y crítico literario.
Sin
embargo, el destino de Lunarcharski fue menos hostil que el de otros
revolucionarios de la vieja guardia. En los primeros compases del triunfo
bolchevique fue nombrado Comisario de Instrucción Pública. Como escribió John
Reed, el 2 de noviembre dimitió ruidosamente tras ser engañado. Se le dijo que
la Catedral de San Basilio acababa de ser destruida. Lunacharski abandonó una
reunión gritando que no podía soportarlo. Sin embargo, retiró la dimisión
cuando la información fue desmentida. Su gesto se interpretó justamente en su
época: Lunacharski se convirtió en la bisagra entre el mundo tradicional ruso y
el Estado en construcción. Su obra debe ser considerada como el justo medio
entre la conservación del legado cultural tradicional y su adaptación a los
tiempos revolucionarios.
Ocupó
el ministerio hasta 1929, año oscuro de consolidación del estalinismo. Dimitió
porque vio definitivamente derrotado su ideal de ofrecer una educación integral
para los hijos de los obreros: durante toda su trayectoria, aliado con la
esposa de Lenin, luchó por su proyecto de mantener una escuela que combinara la
introducción al trabajo con los saberes generales y humanísticos. Pero el signo
de los tiempos viraba hacia una tecnificación acelerada de los estudios. El
régimen necesitaba técnicos, y no pensadores. Nadezda Krupskaia, viuda de
Lenin, quiso dimitir junto a él, pero no se lo permitieron. Para ella, la dedicación
tenía que crear no solo obreros sino también “directores de fábrica”. Lenin
mantenía controlado a su amigo a través de su esposa, que se convirtió en el
centro ideológico del comisariado.
La lucha entre los proyectos
pedagógicos del Narkomprós y los de los partidarios de la Escuela Técnica
llegaron a su punto culminante en 1920. Y no fue el único problema con el que
tuvo que lidiar Lunacharski. Con el país enfrascado en una guerra civil, tuvo
que invitar a la comunidad educativa a abrazar los ideales de los bolcheviques,
sin recursos, sin posibilidad de capilarizar las propuestas oficiales a los
rincones de un país inmenso, y a la vez contando con una masa de maestros
declaradamente hostiles al gobierno comunista. Cuando el nuevo ministro tomó
posesión, ni siquiera se sabía con exactitud cuántos departamentos dependían de
la institución. La intendencia militar y los transportes acaparaban la atención
de los bolcheviques, que despreciaban la enseñanza y la cultura. El objetivo
durante años fue centralizar desde el Narkomprós controlado por él y Krupskaia
la totalidad de los centros docentes preexistentes, pero la realidad era que
los ministerios de Comercio e Industria, Finanzas, Agricultura y Comunicaciones
eran muy reacios a ceder sus espacios y su personal. En 1918 Lunacharski
redactó su célebre Informe sobre la
Escuela Única de Trabajo, que abogaba por un sistema en el que el Estado
mantuviera las presiones bajo mínimos.
La situación del sistema educativo
ruso en 1918 era totalmente caótica. Con todo, Lunacharski y Krupskaia
consiguieron fundar innumerables jardines de infancia, colonias educativas y
centros experimentales. En esa nueva educación imaginada se abolían los
castigos, se estimulaban el teatro y la creatividad, se promocionaba el
acercamiento afectivo entre los alumnos y los tutores, y la escuela
proporcionaba ropa y una alimentación adecuada a los niños. El norteamericano
Dewey era el pedagogo predilecto de Lunarcharski, y su máximo inspirador. Y es
que las comunas infantiles se habían convertido en necesidades urgentes para
dar cobijo a los huérfanos que iba dejando la guerra. Aun así, Sheila Fitzpatrick
dejó escrito que entre los proyectos aprobados por el Narkomprós y su
realización efectiva medió siempre un abismo. La esperanza de Lenin, que sí
estaba interesado en la filosofía y la propaganda, era que aquellos niños
trajeran el verdadero socialismo tras la etapa de la dictadura del
proletariado. Para estimular al ministro en la combatividad, fue colocado a su
lado Evgraf Litkens, que formaba ya parte de la generación de la guerra civil,
y cuya mentalidad encajaba más con el bolchevismo militarizado. Para los
líderes del partido comunista, Lunacharski fue siempre demasiado tolerante, un
soñador rodeado de poetas y bohemios.
Nunca
fue elevado al Comité Central ni se le consideró un político relevante. Sí se
convirtió, desde 1917, en un orador muy apreciado y querido. Tras su salida del
ministerio, fue nombrado embajador en Francia, lo que en el código de la época
bien podía significar la antesala de la caída en desgracia definitiva. Murió en
1933, en la localidad de Merton, mientras viajaba hacia España con el objetivo
de tomar posesión del cargo de embajador de URSS en la República Española. Con
la muerte de Lunacharski, desaparecía la cara más amable del régimen soviético.
Su
elección como embajador en España no había sido un azar, puesto que Lunacharski
era un gran admirador de los clásicos españoles. En 1934, se publicó en España
su drama Don Quijote Libertado. En
esta primera edición, no figuraba editor, aunque fue elaborada en los Talleres
Gráficos Marsiega. Sí en otra del mismo año, que publicó en Madrid la casa Luz.
La pieza fue reeditada en Barcelona dos años después, por Boreal. En 1969, Seix
Barral recopiló algunos de sus ensayos sobre arte escritos entre 1917 y 1929.
En su artículo “El poder soviético y
los monumentos del pasado”, Lunarcharski explicaba que “en un país que sufre
una crisis revolucionaria en la que las masas, llenas de justo odio hacia zares
y grandes señores, extienden dicha enemistad a sus viviendas y a sus bienes por
no estar en condiciones de valorar la importancia histórica y artística de los
mismos debido a la ignorancia a que continuamente estuvieron sometidos por
parte de los mencionados zares y grandes
señores, en este país, detener la ola de destrucción, no solo conservar los
tesoros culturales sino ponerse manos a la obra para reavivarlos, para
convertir los museos momificados en bellezas vivientes”. En este fragmento se
perfilan dos pilares básicos del sistema soviético: la dignificación de las
masas a través de la cultura y la instalación de centros docentes, hospicios y
sanatorios en antiguos palacios aristocráticos. El programa ministerial
pretendía trasladar al obrero y sus hijos al palacio, mientras se le educaba
para apreciar los tesoros artísticos. Para ello resultaba imprescindible
conservar los edificios señoriales e instaurar un sistema educativo
dignificador. Para ello se empleó fondo
Lunacharski desde su oficina. El comunismo, según su visión, no era otra cosa
que un ideal educador, humanitario y civilizador.
Entre 1908 y 1909, Lunarcharski
vivió en Capri invitado por Gorki. Ambos gustaban de organizar congresos y
charlas de contenido doctrinal. En 1908 y 1911 publicó en dos volúmenes una de
sus obras mayores: Religión y Socialismo,
para polemizar con el racionalismo de Plejanov. Lunacharski opinaba que el
comunismo debía ser una religión del hombre, una nueva espiritualidad basada en
una solidaridad mutua que construyera una nueva época. En los años treinta,
aquello era totalmente incompatible con la deriva que tomó la política
soviética. Incluso Lenin llegó a romper con él, considerándolo un “charlatán” y
un místico. Sin embargo, se reconciliaron en 1915. Visto en perspectiva, Lenin
utilizó a Lunacharski, su hombre diplomático, para impulsar una reforma lenta
que evitara el rechazo frontal de la comunidad académica y científica. Situar
al frente del Narkomprós a un bolchevique “duro” le hubiera causado más
problemas que beneficios.
Las instrucciones y reformas del
Narkomprós encontraron un muro infranqueable entre la comunidad científica
rusa. Los profesores de la Universidad de Moscú procedían, en su mayoría, del
partido cadete; su ideología era de tipo liberal, predominaba entre ellos el
anticomunismo, y se habían comprometido con la revolución anterior. Los
estudiantes también veían con malos ojos las injerencias del ministerio, lo
cual mortificó a Lunacharski durante años. En general, muchos maestros y
profesores creían que el nuevo régimen no iba a durar, y aguardaban con
esperanza la victoria de los ejércitos blancos. Sin embargo, Lenin ordenó que
se mantuviera la autonomía en los centros académicos: comprendía lo que también
comprendió Stalin: su régimen necesitaba mantener a una casta científica
activa. Oldemburg, predecesor de Lunacharski en el ministerio, lideró esta
resistencia por la autonomía académica desde las aulas universitarias y los
laboratorios.
En 1918, Lenin comunicó a
Lunacharski su orden trascendental de instalar propaganda por todos los
rincones del nuevo estado, y le indicó la necesidad de que el arte incorporara
un vector útil a la Revolución. Es el momento en que dio comienzo la explosión
del cartelismo. Lunacharski ocupa un lugar doble en la historia de las Artes.
Por un lado, se le considera el diseñador de la propaganda política soviética;
por otro, se le reconoce la voluntad de no querer imponer una línea estética
oficial que ahogara la creatividad de los artistas y escritores de la época. En
“La Revolución y el arte”, escribió: “Como se comprenderá, el Estado no tiene
intención de imponer por la fuerza sus ideas revolucionarias ni sus gustos a
los artistas”. Lunacharski se propuso apoyar un arte oficial vanguardista, pero
sin imponer una determinada dirección. Algo que cambió drásticamente en los
años treinta, cuando el realismo socialista sustituyó por ley cualquier otra
forma de expresión.
Lunacharski fue, ante todo, un
idealista de la ilustración popular y un animador cultural sin precedentes.
Cuando, en 1932, Stalin prohibió explícitamente las estéticas de vanguardia,
las artes decayeron increíblemente en Rusia. Se cerraba de ese modo el capítulo
más creativo y recuperable de la Revolución de 1917: el del despliegue de un
sistema educativo único por su extensión y su modernidad pedagógica, y el del
desarrollo de todo tipo de ismos que venían de atrás pero que habían visto el
campo abonado para su expresión y socialización, incluso internacionalmente.
Los capítulos siguientes a su actuación fueron de una aterradora tristeza.
Andreu Navarra