dilluns, 4 de març del 2019

Cómo educar



Venía leyendo en el metro "Misión de la universidad" (1930), de José Ortega y Gasset. Me han llamado la atención muchas de sus ideas. Una, la que más, consiste en la necesidad de que la investigación abandone el ámbito universitario. La universidad formaría al ciudadano culto medio y profesional de nuestra sociedad, mientras que los científicos nutrirían a las universidades, pero "desde fuera". Se distinguiría muy claramente entre el burgués profesional y el científico, libre de trabas. La docencia dejaría de estorbar a los investigadores, las investigaciones dejarían de estorbar a los docentes. Curioso. Como para tomar nota. Y he pensado que, para la secundaria, mi opinión es exactamente la contraria: multiplicar las experiencias de ciencia, especulación y de alta cultura en nuestras aulas de instituto. Lo de ahora no va a ningún sitio. Preocupados (extenuados) por evaluaciones, proyectos concretos y burocracia, el profesor desatiende lo global, la función social de su profesión. Ahondando en nuestro dolor, olvidamos la dirección general de nuestras actividades. Las universidades encallan porque reproducen los métodos de la primaria, y ni se aprende ni se investiga en el maremágnum actual. Por lo tanto, un Instituto de Humanidades como el orteguiano, autónomo, tanto de la universidad como del fascismo de consumo que está laminando nuestras instituciones docentes, quizás sería más necesario que nunca. En lugar de hacer avanzar los conocimientos humanísticos a pesar del franquismo, se trataría de relanzar las actitudes de reflexión en el naufragio mental y tontista actual, nuestro totalitarismo de la sonrisa y la baba. Lástima que yo no tenga tiempo, ni dinero, ni, ay, energía, para intentar aliarme con alguien y soñar con un instituto de cultura histórica, humanística, al margen, que rescatara a nuestros alumnos, porque actualmente son tratados como ganado discapacitado por una sociedad que espera de ellos que callen, sufran, consuman ansiolíticos y jueguen con aparatitos hasta la vejez.

dijous, 21 de febrer del 2019

Sara Mesa: la escritura inoportunista



Leo con avidez cada libro nuevo que publica Sara Mesa. El último fue Cara de pan (Anagrama, 2018), una novela de estructura aparentemente sencilla, basada en equívocos, sobre la comunicación y la incomunicación entre los seres humanos. La sabiduría con la que Sara Mesa evita juzgar moralmente a sus personajes la convierte en la ensayista perfecta para ir desgranando el caso de Carmen, una persona sin hogar y enferma a quien Beatriz intenta ayudar porque un día, casualmente, han empezado a comunicarse. La historia que se explica en Silencio administrativo (Anagrama, 2019) tiene que ver con Cicatriz (Anagrama, 2015) y con Cara de pan: Beatriz y Carmen son otra pareja de seres humanos que buscan sentido o salir adelante como sea, tratando de comprender sus impulsos, tanto los que se escapan como los que podemos encauzar o iluminar de una forma más natural o menos clandestina.
La diferencia es que esta vez la experiencia narrada es real.
Álex Chico, autor de Un final para Benjamin Walter (Candaya, 2017), gusta de cultivar el género que él llama “ensayo ficción”. Sobre esta forma de indagación novelística ha escrito algún que otro texto programático. Lo que Sara Mesa nos presenta ahora lo podríamos llamar “ficción ensayo”. Por fuera, desde fuera, se trata de un ensayo. Hay una voz marco que informa de un proceso de documentación, y que presenta un problema. Una administración pública española, en lugar de ayudar a una persona desesperada, contribuye a triturarla y prepara, por omisión, su destrucción. A partir de aquí, la historia real de Carmen, la luchadora, y Beatriz, quien trata de ayudarla, forma una narración: la nueva novela de Sara Mesa. Una novela que empieza: “La primera vez que la ve le llama la atención de inmediato, por su fragilidad y su desamparo. No es una mujer completamente ciega, pero lleva bastón y unas gruesas gafas”. Es el tono habitual de Sara Mesa: detallista, preciso. Valiente, contenido, carente de estridencias.
Un estilo que actúa de cara, pero en voz baja.
El resultado es estremecedor. Se me han revuelto las entrañas leyendo este libro, porque he descubierto a través de qué estrategias de dominio e hipocresías vamos viendo desaparecer nuestra democracia entre himnos públicos y banderas varias.
Algunas cifras: el 26,6 % de la población española está en riesgo de pobreza y exclusión. Unos 2,3 millones de personas padecen pobreza severa. Entre éstas, unas 40.000 no tienen hogar. Mesa explica cómo se construyen desde los medios los tópicos según los cuales los sin techo han llegado voluntariamente a su situación. E incluso cómo son presentados como privilegiados que no tienen que trabajar y que gozan de subvenciones millonarias. El caso descrito de Carmen incluye palizas, violaciones, la obligación de prostituirse, la imposibilidad de recibir asistencia médica, estancias en la cárcel, agresiones sexuales impunes en albergues públicos, drogadicción, amenazas de violentos en la calle que se divierten pegando o quemando vivos a pobres, y sobre todo, de qué forma las personas vulnerables son ninguneadas desde los servicios públicos. Con todo lujo de detalles inverosímiles, que el lector no creería si no le aseguraran que son ciertos.
La Presidenta de la Junta de Andalucía anuncia que 42.000 familias de esa comunidad recibirán una “renta mínima de inserción laboral”. Beatriz inicia los trámites para intentar sacar a Carmen de la calle. Pero para iniciar esa documentación, Carmen ha de estar empadronada, y no puede empadronarse porque no tiene casa. De algún modo hay que acreditar que Carmen vive en la calle, en un municipio andaluz concreto, lo cual es imposible. Sólo pueden ayudarla los “servicios sociales correspondientes a su domicilio”. Pero resulta que no tiene domicilio. Hay que acreditar también ingresos y causa de la situación desfavorable: “Por ejemplo, el motivo por el que una persona está sin hogar. ¿Es debido a un proceso de desahucio? ¿Se ha producido una ejecución hipotecaria? ¿Un lanzamiento por impago de renta? ¿Se perdió la vivienda habitual por incendio, derrumbe u otra catástrofe? Bien, pues todo debe ir acreditado: contrato de arrendamiento, advertencias legales por impago, informe de la entidad bancaria que concedió la hipoteca, informe de los bomberos, de la policía o de quien interviniera en la catástrofe que obligó al desalojo”… Hipotecas, cuentas bancarias, contratos de alquiler… La administración vive en otra dimensión.
Se anuncian teléfonos a los que no contesta nadie. Las solicitudes caen en limbos insondables. Algunos funcionarios responden con evidente mal humor a las peticiones de información. Las respuestas sobre lo que hay que hacer son muy diferentes según si atiende un profesional u otro. “Las respuestas”, cuenta Sara Mesa, “son variadas, casi nunca esperanzadoras, y a menudo dependen más de las personas concretas que de las entidades”. La ley es un puro capricho, depende de si su intérprete ha tomado café o no. Las webs parecen utilísimas y eficacísimas, pero son sólo cortinas de humo. Nada que no suene a quien haya frecuentado las covachuelas habituales. Con la agravante de que lo que está en juego en el caso de Carmen es su vida.
Todos los servicios sociales están saturados. Todas las vías para entregar expedientes, también. Todo lo que pueda significar ayuda o justicia, está bloqueado. Por falta de personal, por falta de voluntad política. Algunos funcionarios hablan a Carmen despacio y alto, como si careciera de cerebro. Los trámites tardan meses, o se extravían sin ninguna justificación. Los certificados han de enviarse por internet o a través de plataformas digitales que no funcionan: cuando resulta imposible que un sin techo disponga de internet. Nadie parece responsable de este caos que tiene forma de laberinto.
Y otra sorpresa: cuando, tras meses y meses de entrevistas y gestiones alucinantes, se consigue el miserable subsidio, ya ha de tramitarse su renovación, con lo que la rueda de despropósitos no se detiene nunca. Yo he sentido eso, cuando buscaba y obtenía contratos de investigación. En cierto momento de mi vida me di cuenta de que mi empleo, mi ocupación, que oficialmente era “investigador contratado”, en realidad consistía en “sobrevivir”, en gestionar la mera continuidad de mis posibles actividades. También sentí que era “sospechoso”, de ser un vago o un bohemio, porque intentaba sacar adelante investigaciones más o menos ambiciosas. El papeleo necesario para continuar había eclipsado completamente mi tiempo para aportar descubrimientos a mi sociedad. Hasta que me di cuenta de que en mi casa, sin el agobio de los trámites absurdos, me podía concentrar más en lo productivo. Hasta que me di cuenta de que investigar era como una especie de pecado que no se me perdonaba.
Los que conocemos cómo funciona nuestro sistema educativo es posible que tengamos algo que añadir a lo que nos explica Sara Mesa. La farsa de la educación competencial viene a ser, en otro ramo de la sociedad, un proceso paralelo al que nos ha descrito la escritora madrileña. Este curso será el primero en que, de una manera inexorable, y de forma casi impuesta, los profesores ya no podrán suspender a los alumnos que no hayan alcanzado las competencias mínimas o no hayan presentado las tareas propias de su nivel. No es que el sistema fuerce a aprobar a todos, es que en los documentos preceptivos el suspenso ha desaparecido. Por lo tanto, como ya no podía disimularse más la enormidad de un completo fracaso social, lo que se hace es organizar un enorme complejo de autosugestión según el cual a través de una serie de palabras mágicas quedarán superadas las cifras de fracaso escolar y llegará una nueva era en la que se conseguirá el aprendizaje pleno para todos. La trampa es evidente: se destierran los contenidos, se presiona para que nadie pueda suspender, y las cifras vuelven a los estándares europeos. Literalmente, parece que a los profesores se nos prohíba enseñar, y tengamos que sustituir los saberes básicos de un ciudadano occidental por una algarabía metacognitiva bastante insólita.
Sin embargo, los profesores sabemos que según este modelo nadie aprende gran cosa (estamos aplicando como si fueran “innovación” experiencias que han resultado un completo desastre en otros países) y, lo que nos preocupa mucho más: una parte muy importante de los alumnos no son capaces ni de interpretar un texto de cuatro líneas ni de producirlo, y con las propuestas actuales la cosa irá a peor. Pronto no habrá forma de que nuestros alumnos experimenten una vivencia continuada de logros científicos y culturales. La educación obligatoria se convertirá en un ámbito para actividades variadas donde se impartan retales de saber fragmentado e infantilizado. El objetivo está claro: maquillar la sociedad para invisibilizar sus disfuncionalidades más escandalosas. Es un caso parecido al narrado por Sara Mesa, porque es totalmente evidente que el sistema bombardeará a diario los medios con noticias brillantes, vivencias felices, iniciativas positivas, e incluso adiestrará debidamente a la población y a los profesionales para que no se confundan, para corregir su interpretación de los hechos. Para eso abundan maravillosas webs, redes impresionantes, totalmente desconectadas de la realidad de las aulas.
Pero la nueva pedagogía es una humillación para padres, alumnos y profesores. De lo que se trata es de que los alumnos de clases populares no puedan acceder ni al bachillerato ni a las universidades: se quiebra el puente entre la educación obligatoria y las formaciones técnicas necesarias para no quedar totalmente inerme ante la complejidad de la vida contemporánea. Se crean bolsas de analfabetos funcionales adrede, para alejar la tentación de que alguien procedente de clase media o baja ingrese en el circuito de privilegio. Los profesores sabemos que el conocimiento es poder. Y que, por lo tanto, también es libertad. Sara Mesa escribe que la pobreza, sobre todo, también es “falta de libertad”. Pobreza es que te aten a la miseria, que te cierren el camino, como a nuestros jóvenes, a quienes señalamos alegremente su camino hacia la nada, hacia la vida subsidiada o la explotación laboral. Pero mientras se ningunea al profesorado y a las familias, que no saben nada de las reformas en curso, las autoridades ponen en circulación autobuses de promoción de la tarea docente (Europa Press, 21 de enero de 2019).
Sara Mesa ha puesto en evidencia que vivimos en una especie de Democracia Aparente. Sin romper con los grandes principios constitucionales, se proclaman palabras mágicas desde las tribunas políticas, y las concreciones sobre el terreno que puedan incidir sobre el bienestar de la ciudadanía son obstaculizadas desde la esfera burocrática. España se convertirá en un sistema de castas económicas, si es que no hemos llegado ya a este punto terminal. Retrocedemos hasta una especie de liberalismo censatario, caminamos hacia la sociedad de 1845, cuando se le pedía la cédula a los súbditos para acreditar dónde trabajaban, no fuera que se les ocurriera pasear o vagar por donde no les correspondía. Me acuerdo de un día, en un municipio de la provincia de Barcelona, en el que le pregunté a una Técnica de Integración Social de un centro docente cuáles eran los servicios previstos por la administración local. Respondió muy claramente: hay una persona que se encarga de asegurarse de que no hay absentismo escolar. Es decir, que en una ciudad de más de 100.000 habitantes, los únicos servicios sociales conocidos no se interesan por si los jóvenes consumen drogas, no estudian o reciben palizas de sus padres: sólo se aseguran de que estén en algún lugar conocido, y no en la calle.
Un sistema como el nuestro, que invisibiliza a todo aquel que no acredite cierto nivel de rentas, no ofrece muchas esperanzas de reforma y enmienda. No es que haya ciudadanos de primera y de segunda: es más grave, más drástico que eso. La Carmen del ensayo de Sara Mesa ya no existe. Para el sistema, no tiene derecho a nada. Sólo a ser violada y a morir. Tan brutal como esto. Es tan grave que parece demagogia, pero quienes trabajamos de cara al público vemos esta clase de cosas cada día. Y si lo explicamos nos llaman  radicales o exagerados. Pero el caso relatado por Sara Mesa es real, por desgracia. Crudamente real. La administración sospecha de la víctima y la acorrala contra el muro de su propia destrucción próxima. Los medios estigmatizan a la persona pobre y de esta forma se azuza el odio contra ella. Mesa concluye: “Carmen no está en riesgo de exclusión: ya ha sido excluida. Una barrera infranqueable se alza ante ella”. La única recomendación oficial es que reviente pronto, y sobre todo que no haga ruido. Que no moleste, que no se muestre en público. Que no hable, que no trate de conseguir documentos. Que desista de hacerse ver y oír. En un plano parecido, el problema de los estudiantes objetores, del fracaso escolar, la evidencia de que las nuevas pedagogías facilistas son un desatino, tampoco serán visibles. Nadie sabrá qué clase de imposiciones barrerán la educación pública en los próximos años. En nuestro iceberg social, solo será visible el triunfalismo propio de la cúspide de la pirámide. No hay ningún interés en fomentar la igualdad. Las lacras se tapan y nadie se preocupa de sentar las bases para la resolución de los problemas sociales más vergonzosos. Donde hay un problema, se manipulan las estadísticas. O peor: se falsea la realidad, no sea que a los políticos les falten triunfos de los que alardear. Mientras se presentan cifras impecables, se irá apartando a cada vez a más generaciones de la ciudadanía plena.
Hay un tipo de falsa izquierda que ha renunciado a referirse a estos temas. Es mucho más oportunista sumarse a las modas lingüísticas del momento, adaptarse al tipo de narrativa autoficcional habitual, poner una selfi bonita en la portada de tu libro, y tratar de no hacer evidente que los comportamientos de uno se parecen más a los de la Inquisición que a los de un movimiento progresista. Cierto tipo de narrativas son más oportunistas que progresivas. Sin embargo, Sara Mesa, libro tras libro, va demostrando que opera de modo inverso, desde la honestidad y la complejidad. Su mirada es la de una investigadora, no la de una autoridad sacerdotal. Buscando las interpretaciones inesperadas, buceando en los temas que nadie mira desde una posición por encima de los tópicos. Desde la tersura y la simplísima seriedad. Y, sobre todo, renunciando al moralismo fácil.

Andreu Navarra