dijous, 19 de febrer del 2015

Baroja, Azorín, Camba, Francisco Fuster y la gran ballena varada del 98



Publicado en Quimera, Núm.370, 2014.

Andreu Navarra Ordoño

             Echando un vistazo a las muy variadas publicaciones que vieron la luz en torno al centenario de 1998, se verificaban cierto hartazgo y cierto agotamiento respecto al comentario tradicional. La reacción, el adentrarse en las esferas abstractas de la crítica postmoderna, fue, a mi juicio, contraproducente, porque aún no sabíamos con certeza qué había pasado. La gran ballena del 98 acabó varada en una playa sin retorno. Los acercamientos acabaron agotándose porque eran sólo espejos de una densa jungla de repeticiones reelaboradas. Cuando yo estudiaba filología, pronto me di cuenta de que el debate crítico se reducía a la elección entre un par o, a lo sumo, tres banderías de críticos eminentes que acaudillaban y gestionaban una determinada parcela del saber. El trabajo previo consistía no tanto en localizar las posibles fuentes sino en seleccionar lo qe podía resultar útil en un océano, buscándole los puntos débiles a la ortodoxia.
            Esos críticos marcaban su propio territorio y se aseguraban de que en él sólo penetrara personal totalmente afín, con el que firmaban una especie de pacto feudal no escrito de adscripción a una determinada escolástica. Lo que producía que, una vez alcanzado el nivel investigador, todos los mensajes fueran: “esto ya está estudiado”, o “aquí ya no hay nada más que decir”; se debía esperar a que se muriera el propietario del autor o la época para proceder al desguace de su testamento.
            Los estudios sobre el 98 no eran ninguna excepción. Que en el año 2004 se reeditara (lo hizo Veruert) el fundamental libro de José-Carlos Mainer La doma de la quimera, vino a certificar la falta de reemplazos. Y también, a la vez, la línea a seguir. El propio Mainer (pionero en el tratamiento del fenómeno 98 desde la historia política) y los trabajos de Enrique Selva, (Pueblo, “intelligentsia” y conflicto social (1898-1923). En la resaca de un centenario, Edicions de Ponent, 1999), marcaron el camino: había que maridar la historia con la edición de clásicos y romper con los discursos solipsistas. Destruir los muros entre disciplinas. Integrar las explicaciones y superar el marco de la mera información. Buscar una nueva alianza con el lector. Reconstruir la complicidad del lector. Rebajar el protagonismo del crítico para realzar la actualidad del clásico. Desvelar los refritos, impugnarlos. Desactivar los tópicos. Aventar las contradicciones. Oxigenar las conclusiones y los procedimientos. Aligerar los aparatos críticos y añadir aumentos a la lupa del historiador de la cultura. Ya lo dejó escrito Azorín, en 1916: “En España hemos dado en la flor de hacer las ediciones populares de clásicos de tal forma que causen desagrado y molestia al público a quien se destinan”. Lo triste es que esto fuera verdad cien años después. Se sellaban una escasa nómina de ediciones escolares oficiales, y se reducía la cantidad de posibles interpretaciones a un mero reflejo de escuela.
            Así estaba la situación cuando se produjo la explosión de los trabajos de Francisco Fuster. No es de extrañar que la presa se resquebrajara gracias a un historiador. El ambiente investigador en el ámbito de la Historia lo permitía, puesto que los mensajes predominantes allí eran: “cuéntalo mejor”, o “asume la tradición, pero supérala”; en suma: “vuelve al archivo, métete en la hemeroteca”. Recupera textos. Cada generación de historiadores (y Fuster lo es, y muy joven) tiene derecho a impugnar la versión de sus maestros y predecesores, porque si no, el conocimiento no avanza, y el interés extracadémico decrece. Los vínculos se cortan, la pedantería y el aburrimiento amenazan al sistema cultural. Es bien sabido que no hay nada más efímero que un libro de historia. Y por esta razón, Fuster ha operado hasta ahora de una forma inteligente: ha conservado el poder literario del clásico, construyendo nuevos clásicos, mientras sugería en pocas palabras la orientación antiprovinciana de su pensamiento. No es casual que en su última obra, Baroja y España. Un amor imposible (Fórcola, 2014), se ocupe durante toda la parte inicial por situar a la crisis de valores barojiana no sólo en su contexto español, sino también en el debido contexto europeo, y que se haya preocupado de ir muy fuerte en sus lecturas de Freud, Jaspers, Nordau, Simmel, Spengler, Nietzsche y Durkheim, entre otros.
            Esto no quiere decir que el historiador joven caiga o deba hacerlo en la irrespetuosidad y la petulancia del recién llegado. Nada más lejos de la realidad. Nada más lejos del carácter de Fuster. De la operación de desbroce y clarificación surgen destacados los nombres de los imprescindibles: José Carlos Mainer, Rafael Pérez de la Dehesa, mientras se reclama en voz baja pero firme la exigencia de que dimitan los lugares comunes y se reinstalen en la materia el libre examen y la exigencia científica.
            La especial habilidad de Fuster para crear nuevos libros de autores que se suponían agotados o hipereditados, la han señalado dos críticos de excepción: Eduardo Moga y Andrés Trapiello. Moga escribió en su blog que “La forma de trabajar de Fuster es deliciosamente simple: elige un autor relevante, descubre o espiga textos menos conocidos u olvidados, escribe una introducción que sitúa con justeza al autor y a la obra, aporta el aparato crítico necesario -pero no más- y fija el texto como un buen árbitro: con equidad, pero sin que se note” (19 de mayo de 2014). Trapiello lo confirma en su prólogo a Libros, buquinistas y bibliotecas: “Pese a la procedencia heterogénea de estos artículos y prólogos, escritos a lo largo de sesenta años, se diría que forman un todo armónico, quiero decir que Fuster ha escrito otro libro más de Azorín”. Fuster es un recreador de textos, en el sentido wildiano: descubre, presenta, selecciona: crea. Es un crítico artista. No es un filólogo puro ni un historiador apegado a la estadística. Es un árbitro con inspiración poética y una visión muy clara de cómo debe encapsularse una porción de historia del pensamiento español. Un artista científico, como si dijéramos.

            Por supuesto no se trata del único estudioso que se ha acercado con provecho al período en los últimos años. Pero sí, sin duda alguna, es el más hiperactivo, enérgico y coherente. Justo Serna y Anaclet Pons, en su prólogo a Baroja y España, han afirmado que “es quien más rápida y certeramente dispara por estos lares”. Una observación exacta: Fuster es el único joven crítico de críticos que genera crítica. Y realmente no para, no descansa: en 2012 editó y prologó Ante Baroja (Universidad de Alicante), la reunión de todos los trabajos y reseñas de tema barojiano escritos por Martínez Ruiz, y el también azoriniano ¿Qué es la historia? (Fórcola), revolucionaria recopilación de artículos de teoría historiográfica. En 2013 editó Semblanzas, de Pío Baroja, en Caro Raggio, y este 2014 ya han visto la luz, en cinco meses, Libros, buquinistas y bibliotecas, de Azorín, en Fórcola también, la traducción de Máximas y malos pensamientos, de Santiago Rusiñol (Vaso Roto), y el ensayo que podría calificarse como su obra culminante, hasta la fecha, su Baroja y España, sobre el que vierte todo su conocimiento de la historia cultural. Sobre Julio Camba ha prologado y/o editado Alemania (Renacimiento, 2012), Maneras de ser periodista (Libros del KO, 2013),  Caricaturas y retratos (Fórcola, 2013) y Crónicas de viaje (Fórcola, 2014). En tres escasos años ha dado a la luz el trabajo que en otro hubiera ocupado diez o veinte años. Y, desde luego, no se le puede reprochar precisamente falta de espíritu de exactitud o parsimonia creativa. Lo que ocurre es que su pasión es de las auténticas, de las que perduran, de las que arden sin consumir. Porque así son los investigadores auténticos.
            En realidad, la ideas que maneja Fuster no son complicadas. Es más, yo creo que precisamente su valor estriba en la simplificación que se produce al concebir un auténtico método. Surgen de un grupo doble de hipótesis que vertebraron su tesis doctoral y sus primeros artículos especializados: considerar a Baroja como un historiador y, por otro lado, considerar sus novelas como fuentes de investigación histórica. Así, el legado de Mainer y Pérez de la Dehesa se combina con los modos de argumentar y preguntar de Chartier y Bourdieu, revisitando de un modo ordenado temas que llevaban mucho tiempo generando debate filológico o historiográfico. Por lo tanto, lo que se invalida no es la vigencia de libros como Nietzsche en España, de Gonzalo Sobejano, sino la convicción generalizada de que resulta imposible seguir avanzando. Lo que no puede ser es que las bases del estudio de nuestra literatura contemporánea sigan enraizadas en un libro de 1967, por excelente que sea, o que deban diluirse en conocimientos esotéricos. Los materiales han de remozarse, han de cambiar, han de refrescarse y contaminarse de los roces inmediatos.
            Mientras todos esos libros salían discretamente a la calle, un historiador de la talla de Ricardo García Cárcel escribía cosas como la siguiente: “El esencialismo de la generación del 98 tendió progresivamente a buscar el consuelo antropológico en la historia. Los caracteres nacionales se sitúan en el escenario de la historia para depositar la responsabilidad de lo que somos no en el fatalismo de la predeterminación sino en los condicionamientos del pasado. La historia frente a la naturaleza.” (La herencia del pasado, 2012, p. 94).  Los historiadores han rescatado a los escritores de 1900 y los han situado en el contexto necesario. Pero no para completar el acercamiento textual, al modo tradicional, sino para considerarlos un filtro a través del cual fueron construyéndose los nacionalismos y los partidismos anteriores a 1936, para señalar no sólo su excelencia literaria, sino también su representatividad como forjadores de tradiciones heréticas, revulsivos y enfoques imprevistos. Todo indica, pues, que la historia de las mentalidades, un invento que procedía de la aplicación de la antropología cultural aplicada a realidades inaprensibles para la tradición escrita, ha sido y es la palanca que ha liberado a la gran ballena del 98.


            Sigámosla, para ver a qué nuevas islas luminosas es capaz de conducirnos.