dimarts, 19 de setembre del 2017

Prat de la Riba: Imperio y regeneración


Sobre el valor de la obra ensayística y política de Enric Prat de la Riba (Castellterçol, 1870-1917) se producen ciertas unanimidades: en primer lugar, con el precedente único de Valentí Almirall, se reconoce que fue el hombre clave para que el nacionalismo apolítico de la Renaixença entrara en una fase constitutiva, de construcción institucional, con vocación política y parlamentaria. En este sentido, se distinguen en su evolución dos etapas muy claras: la primera, de juventud y formación, de naturaleza muy reivindicativa y otra, iniciada hacia 1906, de afirmación institucional y aplicación práctica de sus principios teóricos. Otro consenso le reconoce una capacidad organizativa y un olfato para captar a jóvenes talentos fuera de lo usual. Si tantos y tantos proyectos culturales y científicos culminaron con éxito durante su etapa de presidencia de la Diputación de Barcelona fue por la habilidad con la que supo ganarse el afecto y el apoyo de plumas y cerebros tan destacados como las del político socialista Rafael Campalans, el ingeniero Esteve Terrades, el publicista Antoni Rovira i Virgili, el filósofo Eugenio d’Ors, el pedagogo Alexandre Galí y un microejército de intelectuales a quienes supo aglutinar y ocupar con éxito indiscutible.
Prat era un jurista germanófilo. Sus ideas sobre lo que era una nación procedían, generalmente, a excepción de Taine, de pensadores germánicos: Herder, Fichte y Krause. Su más ilustre compañero de generación, Joan Maragall, también era acusadamente pro alemán en sus concepciones filosóficas. Su temperamento católico y clerical (cuenta Rovira i Virgili que los ateos le provocaban una náusea orgánica) no le impidió darse cuenta de que incluir a los sectores republicanos en su proyecto resultaba imprescindible para culminar sus aspiraciones de reconstrucción nacional interna. Así, por ejemplo, en los plenos de la Mancomunidad, era habitual que incluso más de la mitad de los diputados fueran de procedencia republicana. En  otras palabras: se dio cuenta de que sin contar con la izquierda resultaría imposible reconstruir las instituciones propias de la Cataluña autónoma, desaparecidas en 1714. Si hubiera contado únicamente con elementos del partido que lideraba, la Lliga Regionalista (regionalista en Madrid, pero nacionalista en Barcelona) sus líneas de actuación política no hubieran contado con el consenso que les dio impulso entre la intelectualidad catalana.
En 1891 fue elegido Secretario de la Unió Catalanista, y desde ese cargo empezó a trabajar en la redacción de las célebres Bases de Manresa, que querían ser el fundamento de una Cataluña ordenada como autonomía. Una de sus aportaciones al debate (ya lo observó con agudeza Rovira i Virgili) fue La política y la cuestión social, publicada por separado con motivo del 1 de mayo, donde es palpable que Prat, desde posiciones doctrinarias y dirigistas, intentaba ampliar la base popular del catalanismo y diseñar una política de armonización social. Su Tesis Doctoral, leída en Madrid en 1894, se tituló La Ley jurídica de la industria, y trató de introducir regulaciones al trabajo fabril. Su labor al frente de la Mancomunidad de Cataluña no es más que la realización de aquellas inquietudes patrióticas. Un texto revelador de aquella etapa reivindicativa es el Compendio de doctrina catalanista (1894), escrito en colaboración con Pere Muntanyola, agriamente antiestatal, y el Missatge al Rei dels hel·lens (1897), donde la comparación implícita de la Monarquía hispánica con el obsoleto Imperio Otomano levantó ampollas.
El segundo Prat, el primer político español capaz de desarrollar un proyecto reformista y regeneracionista a gran escala, suavizó esas asperezas revolucionarias contra el Estado español, aunque la crítica frontal a sus deficiencias institucionales no cejara nunca. El Prat presidente de principios de siglo XX era un Prat más moderado, menos romántico y más partidario del pactismo tradicional.
            El vector regeneracionista que presidió su obra escrita e institucional es especialmente perceptible en su  Ponencia sobre los ferrocarriles secundarios (1907), tema que también preocupó al otro gran cerebro político de la Lliga, Francesc Cambó. Su providencial elección como presidente de la Diputación de Barcelona ese mismo año se ha relacionado con este escrito. Fue reelegido en 1909, 1911, 1913 i 1917. A partir de la fundación de la Mancomunidad de Cataluña (1914), firmada por Alfonso XIII y Dato pero implantada por Canalejas, el proyecto nacionalista de Prat cobró un nuevo impulso, implantando con mayor seguridad institucional las líneas políticas esbozadas en su libro fundamental, La Nacionalidad Catalana (1906). El ensayo fue rápidamente considerado la base teórica del nacionalismo catalán conservador. Prat trazaba en él una distinción entre Nación y Estado que hizo fortuna: por un lado, la Nación era una identidad natural, mientras que el Estado era una construcción artificial y ligada, en el caso español, a un imperialismo de corte clásico desarrollado durante el Renacimiento. A ese imperialismo heredado de Carlos I, oponía Prat un imperialismo federal de raíz catalana, pactista y neomedieval: la unión de todas las nacionalidades ibéricas desde el Ródano hasta Lisboa. Como demostró Josep Murgades, las tesis imperialistas del joven Eugenio d’Ors influyeron, debidamente adaptadas a un sentido nacionalista, en esta construcción doctrinal pratiana.
Durante la Primera Guerra Mundial, Prat repensó España como una corona bicéfala como la del Estado austrohúngaro. Entre 1906 y 1923 se crearon en Cataluña, merced al desempeño de la presidencia de la Diputación y a la Mancomunidad, las siguientes instituciones: Institut d’Estudis Catalans (1907), Consell d’Investigació Pedagògica (1913), Biblioteca de Catalunya (1914), Escoles d’Estiu (1914), Escola de Funcionaris d’Administració Local (1914), Escola Montessori (1915), Comissió d’Educació General (1918), escuelas de Comercio y bibliotecas populares (1918), escuelas Experimentals (1918) y Estudis Normals (1919). Y todo esto con recursos económicos exiguos (no olvidemos que la Mancomunidad no era una autonomía. Como ente administrativo que era, carecía de la capacidad de legislar y podía ser revocado desde Madrid en cualquier momento. Cataluña quedó sembrada de cables telefónicos, bibliotecas y carreteras que unieron infinidad de pueblos antes aislados, dinamizando el comercio interior como nunca antes. Fueron impulsadas toda clase de iniciativas de higienización y aculturamiento patriótico.
Enric Prat de la Riba fallecía el 1 de agosto de 1917, víctima la enfermedad de Basedow, dolencia que había contraído en la cárcel. Fue sucedido por Josep Puig i Cadafalch, de temperamento más rocoso, y quien tuvo que lidiar con la guerra civil callejera que se iba desatando en las calles de Barcelona, con éxito desigual. Tras la desaparición del “seny ordenador de Catalunya”, como lo bautizó Eugenio d’Ors (quien se dirigía a él por carta como “Director”), la Lliga Regionalista viraría decididamente hacia la defensa encastillada de los intereses de la Patronal a través de la intervención del ejército. La pluralidad institucional, la templanza y los equilibrios pratianos desaparecían con él. No sus iniciativas, que continuaron vivas durante mucho tiempo, hasta hoy incluso.

Y es que parece indiscutible que, sin los precedentes de Prat, no hubieran existido ni la autonomía republicana de 1932, ni la democrática de 1978. Hasta es posible que la lengua catalana ni siquiera hubiera sido normalizada, ni la cultura homologada en calidad y densidad a la europea. Es por estos motivos que el centenario de su muerte representará una efeméride importante. Como ya indicó Ucelay-Da Cal, Prat es un capítulo importantísimo también para la historia de España, porque aportó un modelo práctico de modernización institucional y educativa.

Publicado en "La Aventura de la Historia" - Agosto de 2017

dissabte, 2 de setembre del 2017

Kim Philby: entre muchos fuegos

Enrique Bocanegra
Un espía en la trinchera.
Kim Philby en la Guerra Civil española
Barcelona, Tusquets, 2017
Precio: 21,90 euros

            Nuestra historiografía se está beneficiando sobremanera de la exploración de las bibliografías anglosajona y rusa. Primero, en este año, fue Josep Fontana quien publicó un libro muy ambicioso sobre un siglo XX profundamente marcado por el proceso revolucionario iniciado en 1917; luego fue Julián Casanova quien especificó qué había ocurrido realmente en Rusia entre 1917 y 1921. En esta ocasión, Bocanegra nos introduce en otro aspecto lateral en la historia de Occidente pero fundamental para la comprensión de la guerra civil española: el papel que ejerció en ella el espionaje soviético.
            El autor no solo reconstruye la trayectoria de Kim Philby y sus actividades en suelo español, sino que también traza retratos imprescindibles sobre otros personajes no menos importantes: el primero y principal de ellos, Alexander Orlov, u otros espías o implicados en la red: Arthur Koestler, Donald MacLean o sus responsables políticos soviéticos. La reconstrucción del contexto, los fuegos y locuras letales desatadas en la retaguardia franquista y en las comisarías soviéticas, también son reconstruidas con una minuciosidad asombrosa, fruto de cuatro años de trabajo.
            Para el libro de Enrique Bocanegra solo pueden caber elogios: por su prosa rápida, narrativa, clara y rigurosa. Bocanegra ha escrito un libro como los que hacen falta entre nosotros: sin un gramo de moralización ideológica, con un estilo propio de los grandes narradores de la ficción de espionaje. Con la diferencia de que todo lo que escribe fue cierto. Pero no desmerece de un John Le Carré o un Frederick Forsyth. Escribir un libro lleno de rigor y lleno de amenidad, al estilo de los de Jorge M. Reverte, ese ha sido su logro. El jurado que le concedió el XXIX también debió pensarlo así, y obró con justicia.


Andreu Navarra

Publicado en "La Aventura de la Historia", nº 226, agosto de 2017.