dimecres, 13 de maig del 2015

Mística


I

            Un hombre sano y joven, con un cartapacio gris bajo el brazo, irrumpe con cierta prisa en el retrete para profesores del colegio de enseñanza secundaria Luis de Iranzos, situado en el extremo sur de Barcelona. En las dos portadillas de la carpeta puede leerse “Examen de Platón. Segundo de bachillerato. Noviembre de 2010”, escrito con un rotulador negro y letra pulcra.
            Una de las principales manías del personaje consiste en orinar siempre sentado, como las mujeres, porque no le gusta interrumpir el curso natural de los acontecimientos. Cree que salpicar fuera de la taza obstaculizará el trabajo de las mujeres de la limpieza. Se trata de un hombre retraído y tímido, que da clase parapetado detrás de la mesa del profesor, sin interactuar con el alumnado.  
            De repente, algo se ha movido en el vértice que une el suelo con el marco de la puerta, a la derecha del espectador. Puede tratarse de un ratón, de una cucaracha o de una lagartija, pero una observación más cuidadosa le revela a Juan la verdadera naturaleza de su visitante: una salamanquesa minúscula, diríase un bebé salamanquesa, rápido y ágil, que se agita por el suelo y avanza por el suelo helado hacia la taza del váter. Su color es gris pálido, moteado de manchitas negras. Debe de haberse colado por algún intersticio, entre dos baldosas, desde las profundidades recónditas del edificio. Sus ojitos son bolitas sin pupila, y Juan no podría afirmar hacia dónde se dirige la mirada misteriosa de la salamanquesa.
            El pequeño reptil se ha detenido junto al zapato del profesor. Juan hace un bol de sus manos y recoge al animal del suelo. Probablemente aquí lo aplastarán o lo fumigarán y lo matará alguna profesora histérica. Es preciso salvar a este bicho. Por un momento se pregunta si las leyendas que se refieren a las terribles consecuencias derivadas de recibir un mordisco o un mero escupitajo de una salamanquesa. Cela llega a hablar de calvicie salvaje e irremediable impotencia. Una imagen de la infancia acude a la mente de Juan: la del día que vio orinar en la calle de un pueblo a un sapo común (Bufo bufo), y las palabras de un pastor que vaticinaban desgracias para el que se atreviese a tocar o pisar ese líquido fatídico. Sin embargo, la pequeña salamanquesa no muerde las paredes de carne que la aprisionan, ni deposita en ellas ningún líquido viscoso, susceptible de identificarse con una baba, un veneno o unos orines trágicos.
            Juan irrumpe en la sala de profesores con su pequeño tesoro entre las manos. A esa hora hay pocos docentes en el centro. Sólo dos profesoras con bata (la titular de dibujo y la de química) miran con suspicacia al joven profesor. Juan camina con urgencia hacia una especie de cabina donde los profesores hablan por teléfono y trabajan en un ordenador, sabiendo que no habrá nadie allí y que podrá arrojar al reptil al jardín por el ventanuco que da luz y ventila la habitación.
            La salamanquesa pesa tan poco que el viento logra desviar ligeramente su trayectoria vertical. El grácil cuerpecillo del bebé reptil casi levita por el aire y se deposita al pie de la alambrada que separa un solar del jardín de la escuela. Juan respira aliviado: ha cumplido con su misión, cree haber obstaculizado al mínimo el curso natural de los acontecimientos. Y, lo que es más importante aún, cree haber salvado la vida a la criatura a él confiada por el destino.  
            Sin embargo, mientras vigila el examen de Platón (un pequeño mar de cabezas inclinadas) le asalta una terrible duda: ¿habrá caído la salamanquesa boca arriba o boca abajo? La cuestión no es baladí. Juan empieza a agitarse en su asiento y a transpirar. Le cuesta atender a las cuestiones que le plantean los alumnos más aplicados. No se siente a gusto, no está realmente allí.
            Al cabo de una hora, con el cartapacio gris ya saciado de documentos, el joven profesor baja a grandes zancadas las escaleras del centro y sale al exterior. Busca la verja bajo la que se ha depositado el cuerpo grácil de su salamanquesa. Es posible que, de haber caído boca arriba, el sol ya haya secado el vientrecito de la criatura, convirtiéndola en un ser parecido a una tira de bacon. Es posible que el pobre bicho colee aún con desesperación. Pero también es posible que el pequeño vertebrado se haya escabullido, libre de toda amenaza, entre las piedras y las matas del lugar, y ahora sea feliz y haya encontrado alimento en abundancia y otros congéneres con los que intimar y procrear.
            Sea como sea, Juan no encuentra ni rastro de su salamanquesa. Unos niños le observan remover la hierba, con cierta sorna. Decide volver a la clase, en parte se ha tranquilizado ya. Le toca explicar la Metafísica de Aristóteles. Pero nota otra vez que no está allí, que su cabeza se ha quedado asomada por el ventanuco desde el que ha arrojado a la pobre salamanquesa, o acaso al pie de la verja que separa el patio del solar abandonado que rodea el edificio del colegio.
            En casa tampoco logra tranquilizarse. La imagen cruel de la pobre salamanquesa agitando las patitas bajo los rayos cegadores de sol que la deshidratarán en muy poco tiempo, agonizando y peinando el aire inútilmente con sus manitas uñosas, maltrata la conciencia de Juan como un látigo implacable. En medio del almuerzo, Juan se levanta de la mesa, besa a su novia en la frente, inventa que debe regresar al colegio antes de tiempo, finge cierta urgencia y corre hacia el centro con el corazón en un puño.

II

            El viejo abate se deja caer en la butaca con cierta pesadez y falta de resignación. Es la segunda vez que le visita un inspector de policía para realizarle las preguntas que ya tuvo que contestar varias veces. Esta vez, sin embargo, sus declaraciones figurarán en un atestado escrito que deberá firmar. El abate se pregunta si sabrá ajustarse totalmente a la verdad, si Dios no estará escrutando en su interior la posibilidad de que, a través de sus palabras, el destino del alma de Juan Répide pueda verse afectado de algún modo insondable para un pobre mortal.
            El abate hace poco que ha leído a Pascal, y aún no sabe por qué lo hizo.
            Esta vez el policía es un hombre amable y de cierta edad. Se nota que hace un esfuerzo para minimizar de su discurso la parte amenazante del caso, la que peores consecuencias podría traer al monasterio.
            El inspector se atusa el bigote y comunica, como si se tratara de una buena noticia, que el informe del forense casi ha descartado por completo el suicidio. El viejo abate repite lo que ya ha dicho varias veces: que, efectivamente, no se trataba de un hombre normal. Que el recién llegado apenas salía de su celda ni intentó fraguar amistad alguna con ningún miembro de la comunidad; y que, sí, parecía albergar oscuros pensamientos que se negaba a compartir hasta con su confesor.
            La ventana del despacho permanece abierta, pese al frío glacial que se cuela entre las cortinas, de un blanco zurbaranesco. A la izquierda, la sonrisa paternal de Juan XXIII preside la austera estancia.
            El inspector pregunta al viejo abate por los hábitos del finado. El interpelado deposita sus gafas sin montura sobre la mesa y se frota los ojos durante un largo lapso. Él formaba parte de la comunidad externa, repitió. Desde el Concilio Vaticano Segundo, viven aquí personas no acogidas a la regla de los hermanos. Les llamamos seglares, y llegan aquí buscando fundamentalmente el reposo para sus almas.
            En este caso, el nuevo penitente rezaba demasiado, para nuestro gusto, y salía muy poco de su celda. Se pasaba las horas hablando en voz muy baja, solo, en la nave central de la capilla. El caso nos preocupó desde el principio porque el hombre se negaba a comulgar, alegando no ser merecedor de ello. Tiritaba de frío, se dejaba morir. Su comportamiento no podía ser realmente religioso. Y algunas veces se le había visto en el lugar desde el que cayó, inmóvil, con la mirada perdida o fija en algún punto del horizonte. Desde luego, le gustaba la soledad, y no leía nada.
            Se hizo el silencio. Fuera piaban algunos pájaros de primavera. Desde la plaza se oían algunas voces animadas, las voces de quienes abastecían el lugar de víveres y otras mercancías.
Suárez, el inspector, se dispone a levantarse y a dejar en paz al abate. Sólo se ha desplazado allí para confirmarle definitivamente que el hombre que fue hallado tres días atrás al pie de un acantilado no había atentado contra sí mismo ni había sido asesinado, considerando que esta información podría, de algún modo, tranquilizar a la comunidad de religiosos y devolver el sosiego a su viejo pastor. Éste pregunta si se trató de un accidente.
            Casi con absoluta seguridad, sí, dijo Suárez. Y el pobre desgraciado, que en paz descanse, no debió sufrir nada.
Lo que no podía saber es que Juan Répide, al notar los primeros síntomas de la insolación, el mareo y la falta de orientación, había pedido con fervor a Dios la dicha de morir deshidratado al pie del acantilado, culeando como un vulgar reptil, bajó el promontorio al que había acudido a rezar o meditar en busca de algún extraño y personal tipo de redención.

Andreu Navarra Ordoño

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