Unos
gamberros despeñan al cabro Rodolfo y ya nada vuelve a ser igual en Aguadilla.
El Pueblo (éste es el nombre que toma la población del extremo oeste
puertorriqueño en la novela) es devastado en su zona superior por la
construcción de la Base Aérea
que construyeron los soldados norteamericanos en 1939 temiendo que Hitler
empezara a atacar América por el Sur. Los resultados son culturalmente
devastadores: al poeta Jacinto (que representa a las generaciones
tardomodernistas) se le llevan el patio de su casa con una nueva carretera, le
cortan sus árboles y acaba muriendo alcoholizado. Las familias y tribus
expropiadas caen en la miseria y la dispersión. La también poeta Ana María
acaba renunciando a sus ensueños angélicos y abraza la nueva vida mercantil que
se despliega en la calles de la ciudad. Y quienes acaban triunfando son los
gerentes de prostíbulos y los politiquillos que confunden el Progreso con la tabula rasa de la propia cultura.
En
su novela, Laguerre no ataca (o se apiada) tanto de los soldados
norteamericanos como de los incautos poblanos que se dejan atrapar por los
fulgores de la nueva situación.
Con
Infiernos privados, el autor busca
sumarse a los grandes escritores que practicaron (o no les quedó más remedio
que practicar dadas las circunstancias naturales de su entorno) el realismo
mágico. Pero lo hace con especial inteligencia: ese mundo de maravillas
cotidianas (en el que “cada domingo era Domingo de Ramos”, ya que se vivía en
perpetuo contacto con las palmas y otros árboles que daban de comer
espontáneamente) se esfuma en cuanto llegan los tiempos de la presencia militar
norteamericana. Entonces todo se mercantiliza, todo es violado. Las solteronas,
viudas y jamonas de la ciudad se arrojan a los pies de los “enormes” gringos, y
sus brazos se vuelven “cadenas de hierro” porque esos soldados son su última
oportunidad para liberarse sexualmente.
El
elemento griego está presente desde el principio mismo de la novela para dar un
aire mítico y alucinado a todo lo que sucede en la isla caribeña, con
resultados idénticos a los del maestro Carpentier. Así, la vieja Casandra del
lugar suelta malos augurios a los pecadores que se confirman cuando empiezan a
verse aparatos de amarillas alas sobrevolando el terreno designado para el
sacrificio. “Como las diosas de la antigua mitología, de súbito la Democracia tornábase
implacablemente vengativa. Desde el Olimpo hacía retumbar su imponente poderío”.
Los descapotables se bautizan con los nombres de Helios y Faetón, conductores
del Dios Sol, y como el del Benny de La
guaracha del Macho Camacho son las máquinas con las que trituran hasta el
infierno. Los aldeanos se ven literalmente transportados, iluminados,
hipnotizados por los recién llegados y las nuevas posibilidades de lucro que
traen consigo.
No
dejan de amenizar el relato los constantes retazos impresionistas de paisaje,
aprendidos de Baroja, a través de los cuales el autor destila su vocación
poética de siempre, vocación irrenunciable y marca inconfundible de su
personalidad estilística: “Huyendo de la carcoma del aburrimiento, Ana María se
aventuraba a poblar las márgenes del Pueblo con sueños, a sorprender tesoros
voladores en los montes, a viajar por encima de los tejados herrumbrosos hacia
la isla gris, por sobre aguas de cambiantes matices, en las que el sol se
diluía para desafiar las noches con la candelada de las nubes.” Sólo quien ha
vivido en Aguadilla, quien ha disfrutado de su amplia bahía, con el misterioso
dibujo de la Isla Desecheo
(una vacía Ítaca en el relato, un lugar que traga sueños) en el horizonte, sólo
quien ha visto sus puestas de sol llenas de nubes primero amarillas, y luego
anaranjadas y fucsia, puede comprender completamente estas palabras
descriptivas. El resultado de la especial cocina narrativa laguerriana es la
suma del mundo técnico-lingüístico de Cela sumado al humanismo moral de
Delibes.
Lo
que le molesta más al autor son las burdas improvisaciones que quieren hacerse
pasar por progreso consolidado y ascendente, y el hecho de que se cortara de
raíz la dirección evolutiva propia de la región: “Son chocantes estas
estructuras superpuestas, esta sensación de cosas mal añadidas, de palmaria
interinidad, de aldea aprehendida groseramente por un simulacro de ciudad.” La
civilización no es la llegada súbita de una serie de innovaciones, sino un
proceso de perfeccionamiento paulatino que debe originarse desde la propia
identidad. “Porque el Poder no desperdicia tiempo en valerse de la Inocencia colectiva para
desatar sus pasiones primitivas disfrazadas de civilización.
La política se ha
convertido en pura exhibición de vaciedades: “En la Plazoleta […] han
levantado el estrado desde donde hablará el alcalde y se escenificará la
programación. Hay modernos y vistosos focos y abundan los banderines.” Los
habitantes pierden sus escasos referentes y malviven con incomodidad y
nerviosismo: “- ¿Seré inmigrante en su propia tierra? –se pregunta [Alberto]
casi en voz alta, curioso, algo aprensivo. Eso suele suceder cuando los pueblos
cambian de vida – emigran a otros estilo de vida-, sin salir de su lugar.” Y de
ahí viene el aire faulkneriano de la novela: los antiguos ciudadanos de Las
Troneras y sus adversarios sociales, los aristocráticos habitantes de las
calles de San Carlos y San Servando, empiezan a vivir en y de sombras a medida
que avanzan los años y empiezan a comprender que la tropa rubia les ha robado
su espacio vital, derruyendo las jerarquías previas, cancelando las estructuras
conocidas. Eso lo sabían bien los antiguos trágicos: cuando las clases altas
empiezan a vivir alienadas (Sutpen, Edipo, Creonte), se avecina la catástrofe
final, el suicidio nacional, la noción misma de supervivencia grupal. Se
encierran esos espectros en el Condominio de la segunda parte y allí viven de
simulacros e ilusiones fantasmales, aislados del exterior para no darse cuenta
de que la nada los está devorando. Los que tratan de luchar contra el tempo se
convierten en fantoches risibles: “Las viejas del Condominio visten de modo tal
que parece se cubren de yedra como un anticipo del cementerio. A veces, cuando
están quietas, con los ojos cerrados, se le figura que están pidiendo un
epitafio, como las estatuas mortuorias de camposanto.” Los que se resignan
idealizan un pasado que no llegó a existir, simbolizados por el amor trunco de
Alberto Calvente (enamorado hasta que se lleva el gato al agua, es decir, llega
a casarse con Ana María) y los falsos ideales de ésta, doblegada por las
riquezas a la primera oportunidad. Personaje éste especialmente trágico, puesto
que logra penetrar en los ámbitos sociales que le eran vedados cuando éstos no
significan ya más que pura decadencia. Y con ellos moran Alejandro, un antiguo
niño mítico robado por unos gitanos, Eddie Blue, el embrutecido que se sube al
carro del capitalismo desenfrenado, Luisa Borges, mujer autonegada, y otros
tantos, porque Laguerre no ha abandonado el personaje colectivo practicado
desde La llamarada (1935) y aprendido
en La Busca (1903)
de Baroja. Una nueva broma del destino:
en cuanto los personajes procedentes de las zonas pobres (las altas, las que se
han convertido en carreteras), los vecindarios nobles ya no valen nada y sus
antiguos moradores ya no son más que ruinas humanas, restos de estirpes
tronchadas.
En
1973 se cierra la Base Ramey
y, aunque sigue habiendo zonas de acceso restringido rodeadas de alambres y
severos portones en el semicírculo, en el interior del antiguo complejo militar,
y aprovechando sus edificios remodelados, se encuentra el campus de la Universidad de Puerto
Rico en Aguadilla. Un edificio ultra moderno señorea el recinto y alberga la
biblioteca. En su interior se encuentran el fondo y archivo de Enrique A.
Laguerre, que vivía en Hato Rey (San Juan) pero fue declarado en 1978 hijo
adoptivo de Aguadilla, aunque su infancia había transcurrido entre Moca e
Isabela. Yo creo que, de estar vivo, al autor de una novela que denunció la
traumática alienación sufrida por una ciudad colmada, rebasada, que esperó
beneficios rápidos de una invasión y no cosechó más que tantálicas necesidades
y mayor miseria, le hubiera gustado ver cómo sus objetos personales, libros y
trofeos se depositaban casi sacramente en territorio de la antigua base.
Podríamos afirmar que, por una de esas paradojas de la vida, y sólo por esta
vez, la cultura había reconquistado un espacio dedicado a fines militares.
Andreu Navarra Ordoño
GraNd3!!!!
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