divendres, 6 de març del 2015

Barcelona Negra


Barcelona Negra
Adriana V. López y Carmen Ospina (eds.)
Barcelona, Edhasa, 2013

            Hace dos años vio la luz este libro en Nueva York, y ahora llega a su país natal en español. Concebido como una antiguía turística de Barcelona, reúne relatos policíacos de catorce autores que sacan a la luz la cara oscura de catorce barrios de la Ciudad Condal.
            Ya nos avisan las responsables del volumen en su prólogo que en España el género negro se ha manifestado bajo la forma de narraciones historicistas que buscan airear lo que hay de negro en la sociedad actual, es decir, bucear en sus cimientos para que todos podamos comprobar la cara oscura de nuestra aparente armonía social, que barre la muerte y la delincuencia bajo la alfombra. La tesis coincide con las líneas generales del reciente volumen colectivo Historia, Memoria y Sociedad en el Género Negro (J. Sánchez Zapatero y À. Martín Escribà (eds.), Santiago de Compostela, Andavira). Y eso pasa en este caso por denunciar el clasismo de la capital catalana, describir las mentes sádicas de los elementos que se encuentran en la cúspide de la pirámide, como ya hizo Andreu Martín en Por amor al arte y lo hace aquí Barrios Altos, de Jordi Sierra i Fabra, y también por recordarnos sobre qué orgía de plomo y sangre se construyó nuestra hoy cómoda para algunos capital.
Los casos más extremos de historicismo serían los del cuento de Andreu Martín, Ley de fugas, que contrapone explícitamente el descarado progreso de la Villa Olímpica con los niños descalzos que chapoteaban en los charcos tóxicos del Poblenou de los años veinte, y “Las sombras de Brawner”, de Antonia Cortijos, que explora una negra trama de asesinos nazis incapaces de escapar de una espiral eterna de violencia.
            Andreu Martín hace valer los galones de la veteranía y firma un cuento veloz, trágico y circular. Lolita Bosch, en las antípodas del relato lineal, arma un texto experimental que se diluye sin gancho. El relato de Cristina Fallarás (espero que le vaya mejor, últimamente se la ve bastante en la tele, espero que le paguen bien) es dinámico y oralista. Santiago Roncagliolo logra un cuento inteligente basado en el ensamblaje de oscuras fantasías de una niña triste que encuentra al lobo feroz de sus sueños una noche de Carnaval, justamente el día que cumple cuarenta años.
            El balance final, si nos tomamos Barcelona Negra como un expositor del nivel alcanzado por el género negro en nuestras latitudes, es positivo pero también discreto. Destacaría Sweet croquette, de David Barba, un texto que es muchas cosas: un homenaje a la Barcelona charnega de Marsé y Vázquez Montalbán, una fantasía macabra en la que dos protagonistas quijotescos dan lugar a una siniestra elaboración de croquetas postmodernas a partir de carne humana. La ironía más despiadada se despliega en este relato protagonizado por un frustrado racista para localizar los rasgos más risibles de nuestra sociedad. 
Por lo demás, ninguna sorpresa. Ningún descubrimiento especial que merezca ser destacado. No tenemos a un Don Winslow, no tenemos a un Camilleri. Tenemos, sí, escritores capaces de construir un buen relato y conducirlo a buen puerto: ahí están para probarlo La ofrenda, de Teresa Solana, o Depredador, de Roncagliolo. Tenemos, también es cierto, narradoras que consiguen congelar su estilo para construir esa extraña poesía del acero quirúrgico de las novelas de Patricia Cornwell: Teresa Solana y Antonia Cortijos. Lo mejor, sin duda, el espíritu de la obra: por fin alguien aprovecha el laboratorio literario que es o debería ser Barcelona y reúne a escritores de tres tradiciones yuxtapuestas: catalana, española y americana, felizmente fusionables. Sin embargo, sigo pensando que a estos narradores les falta afilar un poco más el bisturí.
     

Andreu Navarra Ordoño
Publicado en "Quimera", Núm.361, Dicembre de 2013

dimecres, 4 de març del 2015

Eduardo Moga


Eduardo Moga
Insumisión
Vaso Roto, 2013


            Creo que hace muchos años que Eduardo Moga escribe el mismo poema. Hace muchos años fui a conocerle a la desaparecida librería Catalònia, donde presentaba Soliloquio para dos, libro publicado por La Garúa, la insólita editorial que dirige Joan de la Vega. Entonces escuché lo siguiente: “Dime, alma, qué cincel has empleado / para que sea yo tu forma, / qué sombra subyace en mi sombra, / o qué memoria soy, qué invertebrada / conciencia”. Hace ya ocho años de esto. Quién lo diría. Era la primera vez que las palabras pronunciadas en una presentación de libro lograban electrizarme. (Lo normal era y sigue siendo que me hicieran dormitar). No era sólo la voz cálida de Eduardo lo que me subyugó aquella tarde. Sin duda fueron sus versos, increíblemente verdaderos en el contexto actual de generalizada actuación. Generalizada sobreactuación tragicómica.
            Pero la verdad de Eduardo no es de naturaleza platónica. No es la verdad aburrida de los sacerdotes, sino la verdad de la Muerte, la verdad del Sexo y la verdad de los apuñalamientos del pensamiento. La verdad de lo único de que disponemos para ir tirando mientras vamos pudriéndonos. Porque éste el argumento de la obra. La falta de Ser: “idéntico ensimismamiento sin yo. Los ojos de la nada / me miran” (p.9), puro sumergimiento en Heráclito y sus vértigos.
            Hay quien piensa que el poeta es un actor y que la vida es una farsa y que por lo tanto la poesía también lo es, y que puede escribirse cualquier cosa con tal de que a uno lo hagan figurar en alguna antología y salir en la foto. Pero éste no es el rollo de Eduardo, un poeta tierno, filosófico y pornográfico. Un escritor impúdico, que aplasta la vida contra el muro en blanco de la indiferencia cósmica. Quien vive a fondo su vida es posible que escriba un libro de verdad y no una bagatela.
Su poesía es un gran gato erizado que le gruñe a la muerte y le araña al lector. Es un puro trabajo material que precisa de los brillos y orines del metal, que necesita de las heridas para brillar (“como cantiles de sombra / o púas de cinc”, p.9). 
            Él, en cambio, Eduardo, yo no creo que parezca un gato. Quizás un gran oso todo comprensión, y con ojos de búho. Ojos que palpan los tentáculos de la noche y los arrastran a regañadientes contra la puñetera página de libro, para que nosotros vibremos y nos electricemos. Como hace Cioran, otro célebre cárabo, a quien por cierto va dedicado uno de los poemas del libro (pp.71-72).
            Luego fueron viniendo otros excelentes libros: Cuerpo sin mí (2007), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2012), y ahora este intenso Insumisión. Ya ven. Eduardo no para.
            De entrada lo que parece evidente es que Bajo la piel, los días marcó un punto de inflexión en su escritura del cual esta Insumisión es heredero. En aquel libro, Eduardo destruyó todo lo que sabía de la poesía para construir algo más abierto y pugnaz y ambicioso que no sabemos muy bien lo que es, y que quizás en el futuro se convierta en una novela. Pero no en una novela normal, evidentemente, sino en una de aquellas novelas tropicales y torrenciales (como él mismo) donde cabe absolutamente todo y donde se desgarra toda clase de referencia cartesiana. Muchos poemas o secciones del libro son ya fantásticas micronarraciones en las que la tensión y las preguntas ineludibles son los protagonistas. Y esto sin perder el humor, sin impostar la voz. Sin solemnidades, porque Moga busca la proximidad y la capacidad universal de golpear. Hay un claro regusto a Proust en el poema que dedica a su madre (pp.37-40), poema que leyó en público en la presentación del libro hace unas semanas, logrando electrizar como sólo él y Gamoneda saben en este melancólico país.  
            “¿Por qué sigues enlazando sílabas, como si los nombres fueran la vida?” (p.10). Eduardo no ha acabado de escribir ese su soliloquio incluyente. No ha acabado aún de cincelarse. No terminará jamás. Y de paso seguirá cincelándome a mí, que soy su amigo y su lector. Aquella tarde de 2006 me aproximé a Eduardo, compré su libro y me lo firmó. Escribió en la solapa: “Para Andreu Navarra, con la alegría de ponerle cara –y perilla- a un nuevo lector y amigo. Con un abrazo”. Luego escribió un prólogo a un libro mío, un prólogo bello y breve como un puñetazo. Ahora le devuelvo aquel favor de habérseme descubierto, porque en él hay mucho que descubrir, cada vez más, intentando explicar (absurdo empeño) qué es lo que podemos encontrar en su último libro, otro océano encauzado. Otra marea de furia expresada en el intervalo de una carcajada. Escribo esto no como una descripción de lo que es él, sino de lo que él es en mí, es decir, del regalo que él es. Porque regalos son estos poemas llenos de una rabia que es una sabiduría, como el de las páginas 48 y 49, donde aparecen 25 sinónimos de la palabra “idiota”, o el elogio del jabalí que constituye una obra maestra de la crítica teológica contemporánea (qué extraño, como el actual Papa Emérito Radzinger, también Ortega y Gasset llamó jabalíes a los más furiosos anticlericales).
            Por eso Eduardo se junta siempre con los jóvenes. Porque los jóvenes son los centinelas, o no son nada. Porque los jóvenes también están hartos de las estafas de los mayores. Porque han crecido en la tierra del no. La tierra del no disfrazado de sí al que hay que decir, con todas las fuerzas, no. Los jóvenes son los aprendices de búho, los que deben impugnar el aburrimiento y las concesiones. Y por eso Eduardo es un joven, que escribe una vieja poesía joven, vehemente y escéptica.
Pruébenlo. Acérquense a Eduardo. Sus garras tatuarán su espíritu para siempre. Gracias, Eduardo. Sigue pegando, sigue hostigándonos, y peleando cantando, y escribiendo arañando y riendo y brindando. 



Andreu Navarra Ordoño
Publicado en Caravansari, Núm.5