divendres, 28 de novembre del 2014

Castizo y galáctico: “Ciencia ficción. Poemas, artículos y novelas cortas", de Emilio Carrere


Felizmente a la prosa castellanista de hacia 1900 le van saliendo hijos espurios, sospechosos e incontrolados. Vivimos años en que estamos resquebrajando el muro de grave metafísica que caracteriza a los textos canonizados de la generación del 98 (La voluntad, de Azorín, El árbol de la ciencia, de Pío Baroja y San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno) para atender a otros escritores y modos de entender la prosa que se quedaron en la cuneta de la historia por su peligrosidad moral. Se reeditan dietarios y ensayos de Baroja que son un peligro para Baroja mismo. El año 2004 aparecía por primera vez en edición de bolsillo la alucinante novela de Carrere La torre de los siete jorobados, en la editorial Valdemar. Cinco años después aparecía Los muertos huelen mal y otros relatos espiritistas, recopilación de cuentos necrófilos de Carrere, también con un prólogo de Jesús Palacios. El año 2011 la misma colección El Club Diógenes – Valdemar daba a la luz La sima de Igúzquiza e Historia de una reina, del auténtico monarca de los bohemios de Madrid: Alejandro Sawa. El año pasado yo mismo edité tres novelas cortas de José María Salaverría (El literato y otras novelas cortas, Sevilla, Renacimiento, 2012). Todas estas ediciones pueden venir a significar algo: cierto cambio de gusto en el público lector, cierto cambio de orientación en las visiones de los críticos interesados en la generación del 98 o lo que narices fuera aquello que llegó a principios del siglo XX. Un interés renovado por la novela corta y sus leyes internas. La literatura castellanista de llanuras y campanarios no es que haya dejado de ser interesante, no es que haya dejado de señorear con justicia nuestro canon: lo que ocurre es que está hiperestudiada, y que ya va siendo hora de que los cambios de mentalidad en los críticos y profesores se traduzcan en programas e iniciativas que se salgan de lo que ya es pura rutina. Pero es que incluso los grandes autores pueden volverse contra sí mismos. Hay que poner un poco más de imaginación y sacudirse la pereza, y esto es lo que han hecho María José Gutiérrez y La Biblioteca del Laberinto. Es evidente que si se quiere explicar a alguien lo que es la novela española de principios de siglo hay que empezar con las novelas de 1902, pero también es cierto que es hora de romper con la lectura monolítica de un período que dio muchas otras propuestas, más o menos válidas, pero sumamente seductoras hoy.
Emilio Carrere
Por lo tanto, celebremos que llegue ahora este volumen que reúne muy notables y alocados textos del inefable Carrere, y en cuyo prólogo se aporta una imagen del madrileñista mucho más abierta y variada de lo que se acostumbra. En lugar del bohemio a secas, María José Gutiérrez pone en su lugar a Carrere y le devuelve la naturaleza poliédrica que se le debe y se merece. María José Gutiérrez edita poemas más que notables, (maravillosos La hora negra, La noche en la ciudad, casi surrealista) tras los que laten Manrique, Larra, Bécquer, Espronceda, Quevedo, Darío y Manuel Machado, rescata crónicas magistrales y recupera novelas desconcertantes, necesarias, esperanzadoras. Esperanzadoras porque nos indican que Borges no tenía razón, que la maldita tradición de los ascéticos ya no se sostiene por ningún lado.
Ahora bien, hay un problema de fondo que afecta de manera muy directa al diseño de este libro. ¿Hasta qué punto es deseable o aconsejable que un prólogo de 60 hojas se sitúe delante de un volumen de 180, es decir, que ocupe un tercio de la obra? ¿No estará hipertrofiado este prólogo? Pero expresémonos mejor: a mi entender, lo que ocurre aquí es que María José Gutiérrez ha publicado un libro dentro de su libro, un libro que podría haberse titulado Emilio Carrere y la evolución de la ciencia ficción española. Porque lo que aporta la prologuista es un auténtico seguimiento riguroso de los orígenes del género en España, desde mediados del siglo XIX hasta las primeras dos décadas de franquismo. El problema no es baladí puesto que puede llegar a afectar a las relaciones que deseamos establecer entre los lectores y las obras recuperadas. Yo abrí el libro dispuesto a dejarme seducir por el gamberrismo literario de Carrere, una auténtica burbuja de aire fresco entre tanto mártir, tanta Hispanidad y tanto pesimismo macho. Yo abrí el libro buscando zombies, ghouls, marcianos, sicalipsis, jorobados, criptas, ángeles, cloacas, alcohol, decadencia, caserones deshabitados, ruinas, cementerios y dolor. Y me encuentro con un radicalmente empírico y profesoral prólogo de 60 folios que, la verdad, me ha fatigado. El problema no es el prólogo. El prólogo en sí no fatiga, lo que fatiga es su posición, su situación espacial. El prólogo en sí es magnífico: enciclopédico, exhaustivo, sin duda una referencia ineludible para quien quiera conocer la ciencia ficción española entre 1850 y 1939. El problema es no separar entre la naturaleza del texto presentado y la naturaleza de la literatura filológica. Las dos corrientes deberían convivir y debería uno poder pasar de la una a la otra, pero en volúmenes distintos. Debería poderse ofrecer una visión rigurosa del autor editado y su entorno, pero de forma sintética y divulgativa, dando pie a la lectura e invitando a ella, sin copar el escenario. Si situamos prólogos de 60 folios en las obras que recuperamos, que muy bien podrían volver a ser leídas por su público natural, el público que busca golfería, fantasmas y vampiros, ahuyentamos a todos aquellos que no son críticos ni filólogos, ahuyentamos a los freakies, a los compradores de cómics y de novelas góticas, los fans de Poe, Lovecraft y Mary Shelley. Es decir, los que se saltan los prólogos y van directos a la carnaza. Hay un circuito para las tesis doctorales, y otro para las ediciones cutres. Ambos son necesarios, se interconectan, pero no pueden causar una crisis de público, porque fusionar dos corrientes provoca deserción. Aprendamos de los ingleses y los norteamericanos: las novelas, a tres dólares; y al lado un exuberante mundo de prensas universitarias y erudición.
Carrere era un autor de pulps. Carne de quiosco, autor de glorioso volanderismo.
No me gustaría haber sido injustamente duro con la valiosa tarea de la editora. Hay que seguir publicando a Ciro Bayo, Roso de Luna, López Bago, Camilo Bargiela, Llanas Aguilaniedo, Miguel Sawa, Ciges Aparicio, Eugenio Noel, Julio Burell, Dorio de Gádex, Luis Antón del Olmet, Alfredo Calderón, sin poner peros, laureando la labor del filólogo, sin el cual no sabríamos ni quiénes fueron estos tipos. Hay que luchar por la supervivencia de los raros, aprovechando cualquier brecha de este sistema cultural que naufraga. Hay que comprometerse con sus tugurios, con su mal gusto, con su peste. No naufraga la cultura para los que degustamos libros como el que ha editado María José Gutiérrez.
Las novelas de Carrere no son serias. Carrere, como escritor, estaba como un cencerro. Se mofaba del lector, se burlaba de los escritores, chupaba del bote como nadie y jamás pisaba su oficina, y hasta estafaba a los editores (ahí está la apasionante historia del manuscrito de La torre de los siete jorobados, explicada por Cansinos-Assens y Jesús Palacios). ¿Quién puede tomarse en serio una novela que narra la historia de un extraterrestre, “una criatura bípeda con extremidades parecidas a las de un murciélago, pico de lechuza, cráneo de cristal y una cuidada cabellera de algas, que afirma llamarse Selenito de la Blanca Isis y ser habitante de la Luna”, que come manzanas reineta, visita un prostíbulo y es procesado por la Inquisición?
Carrere o la dimensión de la desvergüenza. Carrere sigue riéndose de nosotros. Carrere era y sigue siendo un quedón. Sólo hay tres cosas que se tomó en serio: la literatura y el estilo, el dolor de vivir y el arte del billar. Carrere está bien así, en su salsa golfa.
Andreu Navarra Ordoño
Publicado en la revista "Babab" el 26 de abril de 2013

Poesía salvaje puertorriqueña: Zuleika Pagán

Zuleika Pagán y las yugulares

Debo confesar que cometí una indiscreción cuando hurgué (o mejor dicho, revolví) en la maleta llena de libros de Carlos Roberto Gómez, editor de Isla Negra, entonces hospedado en mi propia casa, con la firme intención de apoderarme de las novedades literarias puertorriqueñas que, seguramente, atesoraría. Esto ocurría en la primavera del año 2008. Y el instinto no me falló. Encontré tres o cuatro ejemplares de esta joyita perversa de la poesía joven que es Ankh, de Zuleika Pagán. No hay duda de que Pagán es una poeta rabiosamente confesional, pero confesional de lo ajeno, de lo que recrea como fingidora integral; ahí están sus pesadillas en las que han muerto sus hijos, o sus exquisitas muestras de canibalismo sexual, pero no me parece que quiera hacer política con su representación de la sexualidad, si es que no es un acto político tratar de reventar el mundo. La poeta ha aprendido muy bien de Sade la mesura, la frialdad, el distanciamiento con que deben tratarse estos temas para no convertirse en un escritor denotativo, fácil, previsible, idiotizante. Considerar que conviven una persona luminosa y un monstruo aberrante en el mismo ser humano no deja de ser una forma consoladora en tanto que moral de rodear un problema central sin afrontarlo realmente.
            
Es preciso integrar y mimar a nuestra bestia. En la guerra total a mordiscos del sexo hay que ser honrados y dejar paso a la violencia. La pasión conduce a la autonegación, el placer empieza donde iniciamos el abandono de nuestra tediosa persona normal, o profesional, o municipal. Ya no somos esa basura, ese esclavo, somos otra clase de carroña, otra clase de desecho, un caníbal hambriento. Zuleika Pagán es una virtuosa de las técnicas exteriores al propio lenguaje poético. Su forma de plantear el poema antes de escribirlo resulta una muestra indudable de pulso firme. Reina sobre las metamorfosis. Sabe plantear con decisión el soliloquio de un personaje que no es ella. Desvelar quién está hablando constituye un pequeño misterio con gran poder de captación. En el poema de la página 38, al borde de la cama de mi madre, por ejemplo, la poeta se ha convertido en el hijo de una prostituta (eludo el término más barriobajero), para describir una serie de impulsos infantiles inconfesables. En el poema de la página 42, abriré mis venas como lotos, la poeta se ha metamorfoseado en una especie de bruja frenética y suicida con la que relaciona estrechamente su ideología: el sexo nos une a percepciones telúricas, y a eso lo han venido a llamar satanismo. Más adelante, se ha transformado en el realizador de una película snuff. Creo que a esta técnica, de amplia implantación en la poesía anglosajona desde Milton, se le llama monólogo dramático.

En el año 2009 aparece otra entrega poética de la autora de Ankh. Se trata de Zozobra, un libro que mantiene el pulso cruel de su antecesor, pero que presenta elementos totalmente inversos. Zuleika Pagán ha cambiado en su poemario suyo más reciente los cuchillos por los revólveres: se ha sofisticado, si cabe, un poco más. Me figuro que su poesía es un gran búfalo, fuerte y obsceno, que trata de parar un tren que marcha a toda velocidad. Este tren, naturalmente, es el de su propia vida. El búfalo siente miedo pero también cree que podrá con todas las embestidas. He aquí el tema final de estas cincuenta composiciones: el miedo a la vida, el miedo a las traiciones de los demás y a las traiciones (o flaquezas) propias. Pero para que a uno lo traicionen (¡qué decepción la de la niña del poema 23 al comprobar que el Coco no viene a comérsela!) necesita abrirse a los demás, dejar que le hieran, le infieran dolor, placer, heridas, inyecciones de palabras: odio, complicidad, deseo de fusión u homicidio.

Pero han desaparecido misteriosamente las metamorfosis, los monólogos de alguien que no era exactamente el autor pero que era utilizado de marioneta. En Zozobra ha terminado la ventriloquía de los asesinos. Habla, sencillamente, la poeta confesional de su propia vida, y nos la enseña como un manojo de vísceras aún cálidas. El gran tema del poemario es la lucha contra el miedo. En la vida se emprenden proyectos (matrimonios, empresas, hijos, conquistas sexuales), proyectos que pesan y amarran, pero que deben ser aceptados a toda costa.

Pero el libro puede comprenderse a la vez como un inventario de defensas, una lista de elementos que mantengan a raya provisionalmente, a la zozobra que puede hacer tambalear al búfalo que ha de poder con todo.
            
Zozobra es más denso que Ankh, menos sorprendente pero mucho más sabio. Porque el tono ha cambado por completo. Ankh era una celebración de la crueldad, en la estela de los Artauds y los Batailles. Sin embargo, la rebeldía a ultranza se mantiene idéntica. La actitud de la escritora sigue siendo el de un vampiro “con colmillos de leche” que espera, emboscado, al desprotegido lector en cualquier esquina para seccionarle la yugular.

(2009)
Andreu Navarra Ordoño



"La Montaña Efímera", de Joan de la Vega (2011)

Joan de la Vega
La montaña efímera
Barcelona, Paralelo Sur Ediciones, 2011

Hay en la poesía de Joan de la Vega algo angustioso, sin duda esa vocación salvaje por hallar la autenticidad, deseo que tanto contrasta con la serena expresión que le sirve de vehículo (sin duda la serenidad boxeadora de un San Juan). Joan busca con las uñas y los dientes rebelarse contra la rutina de nuestros nombres, el lenguaje falseado de nuestra cultura. Por esta razón La montaña efímera es la historia de un triunfo: en la montaña más alta y profunda, el autor ha conseguido arrancarse de su pertenencia a un mundo social de símbolos sin significado. Cuando ha logrado secuestrar al río, la piedra y la montaña de sus nombres, de su dimensión manida y plana, surge la única conformidad posible: la conformidad con el propio ser y su destrucción cierta, su naturaleza luminosa, dorada y pasajera.

Porque lo que ha escrito el autor es un libro de “poesía del aquí y ahora”, que dirían los japoneses, pero no por imitación estilística ni ambición culturalista, sino verdadera pasión por desprenderse de las gangas de la civilización para lograr que aflore el yo o la nada, es decir, lo único con lo que podemos realmente convivir, lo único que no ha sido manoseado de momento: “Extraña sensación / saber / que algún día / serás sólo / entre sus grietas / pura canción / de amor / petrificada” (p.59). Lo demás: convicciones, deseos, hábitos, interferencias, comodidades, estatismo, ideologías, religiones, dogmas, molestias, afanes, pedanterías, lecturas críticas, no es nada, no debería existir, y sólo podemos darnos cuenta de ello fuera de la cárcel. Éste es el verdadero tema del libro de Joan; porque en la ausencia absoluta de religiosidad aflora el verdadero espiritualismo: “Cualquier llanura es terreno apto donde reponerse, sin oraciones” (p.34); “Rocas como altares para rendir culto a la oquedad” (p.37); “Sólo entonces / extirpo demonios / y vértigos” (p.53); Ojos negros / que adivinan / no muy lejos / un horizonte / con las auroras / de la nada” (p.63). En definitiva, la sabiduría zen no es aquí un recurso imitativo, sino una coincidencia aventurera y una común causa artesana.

Otro rasgo que nos demuestra hasta qué punto el autor quiere situarse por encima de la necedad generalizada (siempre sin juzgarla, no se trata, ni mucho menos, de moralizar) es la utilización libre del bilingüismo. Consciente de que es hijo de dos idiomas, Joan se permite terminar en catalán un poema, o citar indistintamente tanto a Carles Duarte como a José Corredor Matheos, porque… ¿para qué parcelar el mundo? ¿Acaso no es la cultura nuestro único bastión contra el politiqueo?
            
La fuerte poética que está detrás de estos poemas la proclama el autor cuando escribe: “Quisiera escribir / para que mi emoción / fuera más emotiva, / más mía. […] Piedra / sin verbos” (p.58). Lo que pretende Joan es un derramamiento de lo sólido, una inundación de emociones sólidas como la roca virgen, liberada de ataduras verbales: tópicos, dogmas, prejuicios, intenciones, volición enferma, interferencias entre uno y uno mismo. Y qué duda cabe que para conseguirlo no basta con abandonarse a lo primero que salga. Joan somete a sus poemas a una dura disciplina: su impecable factura, su estructura cíclica lo demuestran. Los poemas en prosa de la primera parte responden al patrón de dos versos, un cuerpo o párrafo seguido de dos versos más que rematan la faena. Y ésta es la maestría del artesano: fraguar una arquitectura que no se ve, trazar un programa que sabe desoírse a sí mismo si hace falta, esconder la intención tras el propósito final, que es comadronear a la emoción, igual que el jardinero experto coloca una piedrecita un poco más allá o arroja unas hojas secas para acentuar una asimetría.  

Para acabar no podemos dejar de citar y confirmar lo que ha escrito Mario Martín Gijón, el concienzudo prologuista de la obra: “En el mundo de la poesía suceden libros en ocasión que, de surgir en otras circunstancias, bajo otras constelaciones de nombres y prestigios, serían un acontecimiento y que, sin embargo, en un panorama cada vez más dominado por reclamos publicitarios y celebridades inventadas a toda prisa, pasan desapercibidas o han de esperar largo tiempo para ser reconocidos en su justo valor. Ojalá no sea el destino de La montaña efímera, por lo que tiene de aire fresco y de exaltante diferencia en el campo poético”. Sin duda palabras ajustadas. Junto al autor escalamos la montaña de la humildad, que es la montaña de la legítima arrogancia, la arrogancia del valor real, porque por muchos carteles que cuelguen yo no me convenzo de que la bazofia sea un buen manjar, sobre todo si ha sido cocinada en un fast food, lo siento, y cada vez hay más lectores que, en un libro, e-book o por Internet o lo que sea, eso en definitiva no importa gran cosa, buscan como Joan la autenticidad con dientes y uñas. Llegados a este punto no puedo dejar de preguntarme si no se estarán arruinando los editores por ofrecer cada vez libros más estúpidos. Creo que el 50% de los editores españoles debería plantearse esta pregunta. Yo cada vez salgo de las librerías más perplejo, y con menos libros nuevos bajo el brazo. Yo desearía comprar, pero cada vez puedo menos, me dejan menos. Han agotado mi paciencia.

Yo estoy convencido (quiero convencerme) que de aquí quince o treinta años se cogerán los libros de Joan de la Vega y se les citará como a algo relevante, por académicos, por aficionados, cuando hayan desaparecido de una vez los falsos poetas que abarrotan los periódicos, esos voceadores que se creen algo, y cuya burda nimiedad nos deja estupefactos, nos escandaliza como si nos robaran veinte euros a la plena luz del día.

Andreu Navarra Ordoño                                                    
Publicada en Periódico de Poesía (UNAM), Núm. 46.                       

dijous, 27 de novembre del 2014

"Insumisión", de Eduardo Moga

Eduardo Moga
Insumisión
Vaso Roto, 2013


Creo que hace muchos años que Eduardo Moga escribe el mismo poema. Hace muchos años fui a conocerle a la desaparecida librería Catalònia, donde presentaba Soliloquio para dos, libro publicado por La Garúa, la insólita editorial que dirige Joan de la Vega. Entonces escuché lo siguiente: “Dime, alma, qué cincel has empleado / para que sea yo tu forma, / qué sombra subyace en mi sombra, / o qué memoria soy, qué invertebrada / conciencia”. Hace ya ocho años de esto. Quién lo diría. Era la primera vez que las palabras pronunciadas en una presentación de libro lograban electrizarme. (Lo normal era y sigue siendo que me hicieran dormitar). No era sólo la voz cálida de Eduardo lo que me subyugó aquella tarde. Sin duda fueron sus versos, increíblemente verdaderos en el contexto actual de generalizada actuación. Generalizada sobreactuación tragicómica.

Pero la verdad de Eduardo no es de naturaleza platónica. No es la verdad aburrida de los sacerdotes, sino la verdad de la Muerte, la verdad del Sexo y la verdad de los apuñalamientos del pensamiento. La verdad de lo único de que disponemos para ir tirando mientras vamos pudriéndonos. Porque éste el argumento de la obra. La falta de Ser: “idéntico ensimismamiento sin yo. Los ojos de la nada / me miran” (p.9), puro sumergimiento en Heráclito y sus vértigos.

Hay quien piensa que el poeta es un actor y que la vida es una farsa y que por lo tanto la poesía también lo es, y que puede escribirse cualquier cosa con tal de que a uno lo hagan figurar en alguna antología y salir en la foto. Pero éste no es el rollo de Eduardo, un poeta tierno, filosófico y pornográfico. Un escritor impúdico, que aplasta la vida contra el muro en blanco de la indiferencia cósmica. Quien vive a fondo su vida es posible que escriba un libro de verdad y no una bagatela.

Su poesía es un gran gato erizado que le gruñe a la muerte y le araña al lector. Es un puro trabajo material que precisa de los brillos y orines del metal, que necesita de las heridas para brillar (“como cantiles de sombra / o púas de cinc”, p.9). 

Él, en cambio, Eduardo, yo no creo que parezca un gato. Quizás un gran oso todo comprensión, y con ojos de búho. Ojos que palpan los tentáculos de la noche y los arrastran a regañadientes contra la puñetera página de libro, para que nosotros vibremos y nos electricemos. Como hace Cioran, otro célebre cárabo, a quien por cierto va dedicado uno de los poemas del libro (pp.71-72).
           
Luego fueron viniendo otros excelentes libros: Cuerpo sin mí (2007), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2012), y ahora este intenso Insumisión. Ya ven. Eduardo no para.
     
De entrada lo que parece evidente es que Bajo la piel, los días marcó un punto de inflexión en su escritura del cual esta Insumisión es heredero. En aquel libro, Eduardo destruyó todo lo que sabía de la poesía para construir algo más abierto y pugnaz y ambicioso que no sabemos muy bien lo que es, y que quizás en el futuro se convierta en una novela. Pero no en una novela normal, evidentemente, sino en una de aquellas novelas tropicales y torrenciales (como él mismo) donde cabe absolutamente todo y donde se desgarra toda clase de referencia cartesiana. Muchos poemas o secciones del libro son ya fantásticas micronarraciones en las que la tensión y las preguntas ineludibles son los protagonistas. Y esto sin perder el humor, sin impostar la voz. Sin solemnidades, porque Moga busca la proximidad y la capacidad universal de golpear. Hay un claro regusto a Proust en el poema que dedica a su madre (pp.37-40), poema que leyó en público en la presentación del libro hace unas semanas, logrando electrizar como sólo él y Gamoneda saben en este melancólico país.  
     
“¿Por qué sigues enlazando sílabas, como si los nombres fueran la vida?” (p.10). Eduardo no ha acabado de escribir ese su soliloquio incluyente. No ha acabado aún de cincelarse. No terminará jamás. Y de paso seguirá cincelándome a mí, que soy su amigo y su lector. Aquella tarde de 2006 me aproximé a Eduardo, compré su libro y me lo firmó. Escribió en la solapa: “Para Andreu Navarra, con la alegría de ponerle cara –y perilla- a un nuevo lector y amigo. Con un abrazo”. Luego escribió un prólogo a un libro mío, un prólogo bello y breve como un puñetazo. Ahora le devuelvo aquel favor de habérseme descubierto, porque en él hay mucho que descubrir, cada vez más, intentando explicar (absurdo empeño) qué es lo que podemos encontrar en su último libro, otro océano encauzado. Otra marea de furia expresada en el intervalo de una carcajada. Escribo esto no como una descripción de lo que es él, sino de lo que él es en mí, es decir, del regalo que él es. Porque regalos son estos poemas llenos de una rabia que es una sabiduría, como el de las páginas 48 y 49, donde aparecen 25 sinónimos de la palabra “idiota”, o el elogio del jabalí que constituye una obra maestra de la crítica teológica contemporánea (qué extraño, como el actual Papa Emérito Radzinger, también Ortega y Gasset llamó jabalíes a los más furiosos anticlericales).
          
Por eso Eduardo se junta siempre con los jóvenes. Porque los jóvenes son los centinelas, o no son nada. Porque los jóvenes también están hartos de las estafas de los mayores. Porque han crecido en la tierra del no. La tierra del no disfrazado de sí al que hay que decir, con todas las fuerzas, no. Los jóvenes son los aprendices de búho, los que deben impugnar el aburrimiento y las concesiones. Y por eso Eduardo es un joven, que escribe una vieja poesía joven, vehemente y escéptica.

Pruébenlo. Acérquense a Eduardo. Sus garras tatuarán su espíritu para siempre. Gracias, Eduardo. Sigue pegando, sigue hostigándonos, y peleando cantando, y escribiendo arañando y riendo y brindando. 



Andreu Navarra Ordoño
Publicado en la revista Caravansari