Se acerca el
centenario de Camilo José Cela, que nació el 11 de mayo de 1916, y Fórcola
Ediciones, a través del buen hacer del profesor Francisco Fuster, se anticipan
presentándonos esta auténtica golosina literaria que reúne diez textos breves
que el Premio Nobel fue componiendo, a lo largo de su vida, entre 1945 y 1994,
para recordar y homenajear a su maestro. Acompañan a la muestra una cuidada
anotación y un prólogo pulcro y claro, sin ostentaciones, como todos los que
escribe Fuster, especialista en la recepción crítica de la obra barojiana.
Fuster ya había publicado Baroja y
España. Un amor imposible (2014), también en Fórcola, y Ante Baroja (2012), editado por la
Universidad de Alicante, que reunía todos los ensayos de Azorín dedicados al
novelista vasco. El entusiasmo de Fuster por la obra del autor de Mala hierba, por lo tanto, no era nuevo.
Cela no solo quiso reclamar para
Baroja el Premio Nobel, es decir, no solo quiso valorar y reivindicar su
immensa obra narrativa y memorialística, sino que sobre todo se esforzó por
presentar el retrato humano del autor, denostado por la radicalidad de su
pensamiento, que era lo que precisamente Cela trataba de contrastar con el
verdadero perfil humano de Baroja, un hombre hogareño y quebradizo. Por esta
razón, las deliciosas crónicas que le dedicó tienen un aire descuidado y otoñal
que son la mejor imitación de la mejor prosa de su maestro.
Para Cela, Baroja fue sobre todo un escritor independiente, honesto y
antihistoricista, enemigo de toda clase de rendición social. Un escritor que se
divertía a través de sus alocados personajes, que tanto contrastaban con su
talante introspectivo y poco audaz. En esta valoración, coincidía con sus
principales críticos anteriores a la guerra: Ortega y Azorín. Sus juicios son
ágiles, certeros: “Baroja, viejo ya, aún no ha servido a nadie, aún no ha
pedido nada, aún no ha empañado su limpidez, aún no ha perdido su pureza.”;
“Baroja tampoco fue un hombre turbulento sino, bien al contrario, un hombre
apacible. Su turbulencia, como su osadía, no pasó del pensamiento de la
dialéctica y de la literatura. Baroja fue un hombre que amó la casa, y el fuego
de la chimenea, y la manta sobre las piernas, y la boina en la cabeza”. A
deshacer el malentendido entre el pensador feraz y la persona cálida dedicó
Cela el grueso de sus esfuerzos.
A la vez, Cela reivindicó el fondo emonentemente sentimental de las
novelas del escritor vasco, al que frecuentó durante sus últimos quince años de
vida. Un pequeño libro delicioso, el mejor homenaje que podría hacerse a dos
colosos de la narrativa española del siglo XX.
Publicado en Quimera, Núm. 388.
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