David Aliaga
Y
no me llamaré más Jacob
Sevilla
Ediciones de la Isla de Siltolá
Andreu
Navarra Ordoño
Hace tres años que sigo el trabajo
literario de David Aliaga, y pienso que puedo afirmar que David Aliaga no
decepciona nunca. Empieza su andadura con un deslumbrante libro de relatos, Inercia gris (Base, 2013), deslumbrante
por la maestría técnica que denotaban esos
cuentos tan característicos suyos, y también por la insultante juventud
del autor, que por entonces no llegaba ni siquiera a los veinticinco años.
Luego vino Hielo, del año siguiente,
depurada y casi perfecta en su género.
Si me plantearan encontrar una
palabra o rasgo que definiera la prosa de Aliaga, creo que escogería
“precisión”. En segundo lugar, “ternura”. David conoce el secreto de pulir
obsesivamente el párrafo sin que se note que detrás de cada línea hay un
esfuerzo infinito, cuando resulta evidente que lo hay. No se trata precisamente
de un escritor torrencial, ni mucho menos. Aliaga recorta, pule, poda y
requetepiensa cada párrafo suyo, pero luego sabe ocultar sus trucos con mano
maestra. Es, sin duda, un artesano, un ebanista.
Leyendo los cuentos de Inercia gris resultaba inevitable pensar
en Raymond Carver, pero no un Raymond Carver cualquiera: un Carver despiadado,
un Carver más carveriano que el mismo Carver, sin amabilidades, sin bajar la
guardia. Con Hielo ensayó una fórmula
que ha repetido ahora con Y no me llamaré
más Jacob: intercalar cuentos tenuemente entrelazados. Con la diferencia de
que en esta segunda nouvelle el hilo
conductor (el mundo judío) es aún más tenue y sugerido. Mientras en Hielo el contexto islandés era claro y
firme, en esta ocasión las narraciones campan libres y el conjunto se
deshilacha deliberadamente. Algunas de estas piezas autónomas son auténticas piezas
maestras (“Será peor”, con la que abre el volumen, o la tierna y simplemente
perfecta “Plomo en la mirada”, que tiene su reverso hacia el final del volumen
con “Escribir la memoria”).
Hay
otra característica especial que define muy bien al autor para quienes lo conocemos
bien: David Aliaga no distingue ehtre vida y literatura. Si escribe sobre el
judaísmo, Islandia, las lenguas nórdicas, el Black Metal o su versión más
amable, el Viking, porque David no es nunca un degustador radical, le gustan
los platos sabios más que los mejunjes estridentes, es porque él se encuentra
sumergido en esas materias, de las que se llena, con las que trabaja como si
fueran materiales primordiales. Se mezcla en sus temas, se impregna de ellos; o
más bien al revés, es su literatura lo que se alimenta de lo que él exuda. Si escribe sobre una conversión religiosa, es
porque se está convirtiendo. Si observa dormir a su amada, es porque la está
observando dormir. Eso es impúdico, y contramoderno, pero es puro y personal.
Eso es David: alguien que enseña su mundo, que muestra sus ebtrañas. Pero con
sordina, sin exhibicionismo.
Porque
él es más ecuánime que radical, o su radicalidad tiene un tono diferente: es
una radicalidad tranquila, diríamos. Es un hombre de horarios, de orden: un auténtico
trabajador, un relojero del relato, un poeta de objetos y pequeños rituales, y
tampoco se avergüenza de su faceta académica, pasa de poses fáciles: sabe quién
es y lo proclama (incluso en el capítulo “Clases de hebreo” de este su último
libro no tiene ningún reparo en presentarse a sí mismo como protagonista del
relato). Está de moda ser un capullo, o un autodidacta, o un inculto. Pero
Aliaga prefiere insertarse en otra tradición completamente distinta: la del
escritor judío escéptico, que ni rehuye los misterios ni abandona la duda
metódica, ni la indagación como principio vital. Pero una indagación discreta,
sin pancartas. El escritor que ni abandona su jardín ni se fía de modas, seguro
de explorar terrenos literariamente sólidos.
Impregnan
estos relatos una intensa emotividad que es una novedad en David. En Hielo, en Inercia gris, el escritor se ocultaba más. Y tampoco esas historias
alcanzaban el grado conmovedor de las que protagoniza Edith Wasserman. Esa
dispersión, esa apuesta por la poesía ha desencorsetado la prosa de David
Aliaga, y lo que tenemos entre manos es un desmelene. Junto a cuentos a su
antigua usanza (“Ascuas”), cuentos de una sola pieza, únicos en su técnica
hiperdepurada, conviven textos más internos, ligeramente dislocados, como “De
triatletas y filacterias”. Un feliz desmelene, una ampliación de horizontes, un
hito más en una trayectoria seria y sólida que dará mucho que hablar, mucho más
que hablar. Seguro. Yo lo digo con toda convicción (él se enfada, porque quiere
que lo machaque y sea crítico, pero no puedo, no sería honrado): Aliaga no
decepciona nunca.
Publicado en Quimera, Núm.394, Septiembre de 2016.
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