Andreu
Navarra Ordoño
En 1998, la profesora Virginia
Trueba trató de rebatir la imagen tópica del Pío Baroja considerado como un
misógino recalcitrante. Para ello se zambulló en casos concretos extraídos de La dama errante (1908), La ciudad de la niebla (1909), El árbol de la ciencia (1911) y El mundo es ansí (1912). Hay casos de
personajes femeninos en El cura de
Monleón (1936) que le hubieran ido de perlas a Virginia Trueba para
afianzar sus argumentos: Pepita, la hermana del protagonista, inteligente,
autónoma y dinámica, en lucha siempre contra la hipocresía social; Satur
Ezquerra, maestra trabajadora y culta; Mary, la enamorada irlandesa de Javier
Olaran, también independiente y sabia. Asimismo, Baroja escribe que “con
relación a este último punto del matrimonio, los jesuitas y casi todos los
católicos se dirigen solamente al hombre, como si la mujer fuera todavía un
medio ser, materia conquistable que es sólo objeto de elección y no sujeto que
elige” (pág. 164), o bien “tampoco se comprende la necesidad de hacer a Eva con
una costilla, a no ser que se la quiera dedicar constantemente a la cocina y
al asado” (pág. 298).
Pero no es de la mujer ni de la
misoginia de lo que propongo escribir, sino del anticlericalismo barojiano.
También se le supone un anticlerical recalcitrante, y sin embargo opino que
resulta posible, a la luz de lo que se propone en la novela El cura de Monleón, matizar en gran
medida ese anticlericalismo frontal y furibundo que se supone uno de los rasgos
más acentuados de la ideología barojiana, introducirle notas intermedias y
problematizarlo un poco más
El propio protagonista, el sacerdote
Javier Olaran, que va perdiendo la fe progresivamente a medida que avanza la
novela, es un ejemplo prototípico de héroe barojiano: intelectualmente
valiente, atacado de abulia existencial, capaz de sentir y seguir los instintos
nobles de la vida, y sensible al arte. En este caso, Javier es un enamorado del
trabajo solitario y de la música, y una persona extraordinariamente orientada
hacia el servicio público. Hacia el principio del texto se nos habla de otro
cura odiado porque lo entregaba todo a los pobres y “se dejó decir una vez que
la salvación la podía conseguir toda persona buena, humilde y caritativa” (pág.31).
Sobre el paso de Olaran por el
Seminario, Baroja escribe que “algunos de sus profesores trataban de inculcarle
sentimientos de ambición, pero él no los tenía. Para él, el ser cura de una
aldea vasca constituía su ideal; esto le parecía lo cristiano y lo noble; no
aspiraba a dignidades, a púrpuras ni a solemnidades” (pág.36). La fe de Javier
es sincera como sincero es su ateísmo posterior. La novela de Baroja no es
anticlerical, o no lo es de forma fundamental: es un texto semiensayístico
sobre el papel del ateísmo en el mundo contemporáneo. En este sentido, lo juzgo
mucho más cercano a San Manuel Bueno, mártir
(1931), de Miguel de Unamuno, que de la propaganda radical de José Nakens y El Motín. Lo que más repugna al autor es
la fe hipócrita de la mayoría de católicos y clérigos: “Este puro formalismo
protocolar de la religión católica, a la que no le queda ya casi nada de
sustancia cristiana, era lo que a todos cogía” (pág.49). Y concluye: “Algunos
muchachos se revelaban como incrédulos, pero se lo callaban”. Y de la
educación, lo que más denuncia es el modo como se hace “de la fantasía un
alimento usual y corriente para la inteligencia” (pág. 56).
Sin embargo, esta crítica del
espiritualismo y de la pedagogía católica no implica una defensa del aticlericalismo callejero y violento, ni
siquiera del jurídico o reformista. En el capítulo octavo de la primera parte,
la comitiva de niños seminaristas que salen de excursión con us extraños
atuendos es atacada por el populacho, que llama “cuervos” a los niños y les
grita “cuac-cua-cua” en son de burla: el abticlericalismo atávico e instintivo
del pueblo es objetivado en esta escena en la que el clero es, claramente, la
víctima de un ataque arbitrario. Historias como la de Ignacio Arizmendi
(capítulo VII de la primera parte), demuestran que al autor le interesaba,
sobre todo, mostrar la máxima pluralidad de casos, atendiendo a los más
desfavotecidos por la vida eclesiástica, en este caso un pobre chaval que no
soporta la vida fuera de su aldea natal.
Aun así, no faltan los capítulo
anticlericales en la novela, como por ejemplo en el capítulo XIII de la Segunda
Parte, en la que unos frailes apocalípticos, altaneros e ignorantes, inspiran
el terror del infierno a los feligreses, al más puro estilo medieval. En todos
los cuadros sociales esbozados por Baroja, y Monleón no es una excepción, lo
habitual es la más cruda hipocresía, y los sacerdotes no son una excepción. Lo
que pretende Baroja al pintar sus tipos de sacerdotes humanos es la posibilidad
de romper la unanimidad anticlerical, el bloque anticlerical de una pieza, que
impedía que un clérigo pudiera dejar de ser considerado una vil cucaracha, un
cerdo o un cuervo dispuestos al sacrificio inmediato, tal y como se les
representaba en publicaciones como La Traca
o Fray Lazo.
El
proceso de conversión a la inversa de Olaran se inicia cuando entra en contacto
con Shagua, un hombre semisalvaje que, aislado de la sociedad y sin el auxilio
de ninguna creencia positiva, alcanza un nivel ético muy superior al de los feligreses
que se confiesan con Javier, cuya hipocresía le escandaliza. Al empezar a
pensar en la existencia de una moral natural, se producen las primeras dudas.
El segundo paso es la llegada del amor. En constante contacto con los desvaríos
de la lujuria, que le llegan a través de la confesón de los pecados, Javier
nota que se va enamorando de Mary, la profesora irlandesa, y distingue
totalmente la pasión sexual del deseo “limpio” de permanecer en su compañía. No
es capaz de ver nada “sucio” o pecaminoso en el hecho de que ella le coja la
mano y se la bese (pág.192). El tercer factor es la simpatía por los
socialistas, que se evapora en cuanto un puñado de oportunistas usurpan las
legítimas reivindicaciones de los obreros para medrar a su costa. Y pese a las
tesis antirrepublicanas que contiene la novela, los fundamentos filosóficos del
socialismo cuajan en la mente de Javier y le obligan a contrastar su fe
aprendida con el materialismo manifiesto que se va implantando entre el
proletariado.
Por último, y aquí la cosa ya se va
volviendo más grave y definitiva, Olaran deja de encontrar sentido en la
liturgia y los ritos de su propia confesión: “se formó una procesión alrededor
de la iglesia, con el obispo; los curas llevando todos una palma rizada salieron
al atrio por una puerta y entraron por otra, que cerraron. A Javier le
asaltaban las dudas racionalistas, y poco místicas; pensaba: “¿Qué relación
puede haber entre todo esto y el espíritu del cristianismo?” Pensó que aquellas
ceremonias no debían diferenciarse mucho de las del Gran Lama” (pág.244).
Javier Olaran no es el único
sacerdote noble o apreciable que se puede rastrear en la obra barojiana. Por
ejemplo, en el libro cuarto de El cabo de
las tormentas (1932), titulado Silencio,
el protagonista es un detective jesuita sagaz y racionalista, completamente
capaz de desbrozar la utilidad y la humanidad del dogma. El hecho de que ambas
defensas de un clérigo aceptable se produzcan en período republicano creo que
debe relacionarse con una motivación antirrepublicana fácilmente rastreable en
la obra barojiana inmediatamente anterior a la guerra civil. En otras palabras,
no me parece una casualidad que estas estampas de curas humanos se produzcan en
un momento de intensísima presión entre los medios contra la Iglesia. El cura de Monleón fue firmada en enero
de 1936, exactamente seis meses antes de que se desatara la peor masacre de
clérigos de la historia de España, en la que perdieron la vida asesinados unos
6.832 miembros de la Iglesia. Se escribió, pues, en un contexto público de
violentísimo rechazo de la clerecía, a contracorriente de esa propaganda
anticlerical, como reacción contrarrevolucionaria.
Publicado en Quimera, 383, octubre de 2015.