dijous, 12 de novembre del 2015

La vida de Rubén Darío escrita por él mismo



Edición, introducción y notas de Francisco Fuster
Fondo de Cultura Económica
Madrid/México DF, 2015, 175 págs.


            En 1912, el semanario argentino Caras y caretas encargaba a Rubén Darío la redacción de su propia autobiografía, que el historiador Francisco Fuster recupera, prologa y anota en este nuevo volumen. Se trata de la segunda incursión de Fuster en el universo del autor, puesto que el año pasado ya reeeditó las imprescindibles Peregrinaciones darinianas (Renacimiento). La obra es especialmente valiosa como radiografía de los ambientes intelectuales centroamericanos de finales del siglo XIX, muy desconocidos en España, y también como retrato del Madrid de 1892, año en que Darío viajó por primera vez a España en la delegación nicaragüense que fue enviada al Centenario de Cristóbal Colón. Para conocer detalles de cómo vivían personajes como Juan Valera, Menéndez Pelayo, Emilia Pardo Bazán, Zorrilla, Campoamor, Castelar o Cánovas del Castillo, de quien se destaca su nada conocida faceta de amante, el libro es bien sabroso, y su lectura es aun más fluida que la de la mejor de las novelas, completando el material más conocido de España Contemporánea (1901). A través de las páginas magistrales de Darío van quedando registrados datos importantes, como por ejemplo, el hecho de que el propio Darío fuera el mentor del joven Gómez Carrillo, o la lista de maestros americanos que el autor considera sus auténticos maestros, como Paul Groussac o Rafael Núñez. Darío desordenó y desaliñó adrede su texto para hacerlo más atractivo y vibrante, construyendo una interpretación muy personal de lo que debe ser la razón autobiográfica. Su iniciación afectiva y sus vaivenes entre la abigarrada política de su tiempo, se mezclan con todo tipo de anécdotas y aventuras novelescas, como terremotos, militaradas, golpes de estado o desastres personales. Quienes pensamos que el Darío ensayista es mucho más completo y poliédrico que el Darío poeta, estamos de enhorabuena. 

Publicado en La Aventura de la Historia, 205.

dimarts, 3 de novembre del 2015

Pío Baroja y El cura de Monleón


Andreu Navarra Ordoño

            En 1998, la profesora Virginia Trueba trató de rebatir la imagen tópica del Pío Baroja considerado como un misógino recalcitrante. Para ello se zambulló en casos concretos extraídos de La dama errante (1908), La ciudad de la niebla (1909), El árbol de la ciencia (1911) y El mundo es ansí (1912). Hay casos de personajes femeninos en El cura de Monleón (1936) que le hubieran ido de perlas a Virginia Trueba para afianzar sus argumentos: Pepita, la hermana del protagonista, inteligente, autónoma y dinámica, en lucha siempre contra la hipocresía social; Satur Ezquerra, maestra trabajadora y culta; Mary, la enamorada irlandesa de Javier Olaran, también independiente y sabia. Asimismo, Baroja escribe que “con relación a este último punto del matrimonio, los jesuitas y casi todos los católicos se dirigen solamente al hombre, como si la mujer fuera todavía un medio ser, materia conquistable que es sólo objeto de elección y no sujeto que elige” (pág. 164), o bien “tampoco se comprende la necesidad de hacer a Eva con una costilla, a no ser que se la quiera dedicar constantemente a la cocina y al  asado” (pág. 298).
            Pero no es de la mujer ni de la misoginia de lo que propongo escribir, sino del anticlericalismo barojiano. También se le supone un anticlerical recalcitrante, y sin embargo opino que resulta posible, a la luz de lo que se propone en la novela El cura de Monleón, matizar en gran medida ese anticlericalismo frontal y furibundo que se supone uno de los rasgos más acentuados de la ideología barojiana, introducirle notas intermedias y problematizarlo un poco más
            El propio protagonista, el sacerdote Javier Olaran, que va perdiendo la fe progresivamente a medida que avanza la novela, es un ejemplo prototípico de héroe barojiano: intelectualmente valiente, atacado de abulia existencial, capaz de sentir y seguir los instintos nobles de la vida, y sensible al arte. En este caso, Javier es un enamorado del trabajo solitario y de la música, y una persona extraordinariamente orientada hacia el servicio público. Hacia el principio del texto se nos habla de otro cura odiado porque lo entregaba todo a los pobres y “se dejó decir una vez que la salvación la podía conseguir toda persona buena, humilde y caritativa” (pág.31).
            Sobre el paso de Olaran por el Seminario, Baroja escribe que “algunos de sus profesores trataban de inculcarle sentimientos de ambición, pero él no los tenía. Para él, el ser cura de una aldea vasca constituía su ideal; esto le parecía lo cristiano y lo noble; no aspiraba a dignidades, a púrpuras ni a solemnidades” (pág.36). La fe de Javier es sincera como sincero es su ateísmo posterior. La novela de Baroja no es anticlerical, o no lo es de forma fundamental: es un texto semiensayístico sobre el papel del ateísmo en el mundo contemporáneo. En este sentido, lo juzgo mucho más cercano a San Manuel Bueno, mártir (1931), de Miguel de Unamuno, que de la propaganda radical de José Nakens y El Motín. Lo que más repugna al autor es la fe hipócrita de la mayoría de católicos y clérigos: “Este puro formalismo protocolar de la religión católica, a la que no le queda ya casi nada de sustancia cristiana, era lo que a todos cogía” (pág.49). Y concluye: “Algunos muchachos se revelaban como incrédulos, pero se lo callaban”. Y de la educación, lo que más denuncia es el modo como se hace “de la fantasía un alimento usual y corriente para la inteligencia” (pág. 56).
            Sin embargo, esta crítica del espiritualismo y de la pedagogía católica no implica una defensa del  aticlericalismo callejero y violento, ni siquiera del jurídico o reformista. En el capítulo octavo de la primera parte, la comitiva de niños seminaristas que salen de excursión con us extraños atuendos es atacada por el populacho, que llama “cuervos” a los niños y les grita “cuac-cua-cua” en son de burla: el abticlericalismo atávico e instintivo del pueblo es objetivado en esta escena en la que el clero es, claramente, la víctima de un ataque arbitrario. Historias como la de Ignacio Arizmendi (capítulo VII de la primera parte), demuestran que al autor le interesaba, sobre todo, mostrar la máxima pluralidad de casos, atendiendo a los más desfavotecidos por la vida eclesiástica, en este caso un pobre chaval que no soporta la vida fuera de su aldea natal.
            Aun así, no faltan los capítulo anticlericales en la novela, como por ejemplo en el capítulo XIII de la Segunda Parte, en la que unos frailes apocalípticos, altaneros e ignorantes, inspiran el terror del infierno a los feligreses, al más puro estilo medieval. En todos los cuadros sociales esbozados por Baroja, y Monleón no es una excepción, lo habitual es la más cruda hipocresía, y los sacerdotes no son una excepción. Lo que pretende Baroja al pintar sus tipos de sacerdotes humanos es la posibilidad de romper la unanimidad anticlerical, el bloque anticlerical de una pieza, que impedía que un clérigo pudiera dejar de ser considerado una vil cucaracha, un cerdo o un cuervo dispuestos al sacrificio inmediato, tal y como se les representaba en publicaciones como La Traca o Fray Lazo.
El proceso de conversión a la inversa de Olaran se inicia cuando entra en contacto con Shagua, un hombre semisalvaje que, aislado de la sociedad y sin el auxilio de ninguna creencia positiva, alcanza un nivel ético muy superior al de los feligreses que se confiesan con Javier, cuya hipocresía le escandaliza. Al empezar a pensar en la existencia de una moral natural, se producen las primeras dudas. El segundo paso es la llegada del amor. En constante contacto con los desvaríos de la lujuria, que le llegan a través de la confesón de los pecados, Javier nota que se va enamorando de Mary, la profesora irlandesa, y distingue totalmente la pasión sexual del deseo “limpio” de permanecer en su compañía. No es capaz de ver nada “sucio” o pecaminoso en el hecho de que ella le coja la mano y se la bese (pág.192). El tercer factor es la simpatía por los socialistas, que se evapora en cuanto un puñado de oportunistas usurpan las legítimas reivindicaciones de los obreros para medrar a su costa. Y pese a las tesis antirrepublicanas que contiene la novela, los fundamentos filosóficos del socialismo cuajan en la mente de Javier y le obligan a contrastar su fe aprendida con el materialismo manifiesto que se va implantando entre el proletariado.
            Por último, y aquí la cosa ya se va volviendo más grave y definitiva, Olaran deja de encontrar sentido en la liturgia y los ritos de su propia confesión: “se formó una procesión alrededor de la iglesia, con el obispo; los curas llevando todos una palma rizada salieron al atrio por una puerta y entraron por otra, que cerraron. A Javier le asaltaban las dudas racionalistas, y poco místicas; pensaba: “¿Qué relación puede haber entre todo esto y el espíritu del cristianismo?” Pensó que aquellas ceremonias no debían diferenciarse mucho de las del Gran Lama” (pág.244).
            Javier Olaran no es el único sacerdote noble o apreciable que se puede rastrear en la obra barojiana. Por ejemplo, en el libro cuarto de El cabo de las tormentas (1932), titulado Silencio, el protagonista es un detective jesuita sagaz y racionalista, completamente capaz de desbrozar la utilidad y la humanidad del dogma. El hecho de que ambas defensas de un clérigo aceptable se produzcan en período republicano creo que debe relacionarse con una motivación antirrepublicana fácilmente rastreable en la obra barojiana inmediatamente anterior a la guerra civil. En otras palabras, no me parece una casualidad que estas estampas de curas humanos se produzcan en un momento de intensísima presión entre los medios contra la Iglesia. El cura de Monleón fue firmada en enero de 1936, exactamente seis meses antes de que se desatara la peor masacre de clérigos de la historia de España, en la que perdieron la vida asesinados unos 6.832 miembros de la Iglesia. Se escribió, pues, en un contexto público de violentísimo rechazo de la clerecía, a contracorriente de esa propaganda anticlerical, como reacción contrarrevolucionaria.


 Publicado en Quimera, 383, octubre de 2015.