Publicado en Quimera, Núm.370, 2014.
Andreu
Navarra Ordoño
Echando un vistazo a las muy
variadas publicaciones que vieron la luz en torno al centenario de 1998, se
verificaban cierto hartazgo y cierto agotamiento respecto al comentario
tradicional. La reacción, el adentrarse en las esferas abstractas de la crítica
postmoderna, fue, a mi juicio, contraproducente, porque aún no sabíamos con
certeza qué había pasado. La gran ballena del 98 acabó varada en una playa sin
retorno. Los acercamientos acabaron agotándose porque eran sólo espejos de una
densa jungla de repeticiones reelaboradas. Cuando yo estudiaba filología,
pronto me di cuenta de que el debate crítico se reducía a la elección entre un
par o, a lo sumo, tres banderías de críticos eminentes que acaudillaban y
gestionaban una determinada parcela del saber. El trabajo previo consistía no
tanto en localizar las posibles fuentes sino en seleccionar lo qe podía
resultar útil en un océano, buscándole los puntos débiles a la ortodoxia.
Esos críticos marcaban su propio
territorio y se aseguraban de que en él sólo penetrara personal totalmente
afín, con el que firmaban una especie de pacto feudal no escrito de adscripción
a una determinada escolástica. Lo que producía que, una vez alcanzado el nivel
investigador, todos los mensajes fueran: “esto ya está estudiado”, o “aquí ya
no hay nada más que decir”; se debía esperar a que se muriera el propietario
del autor o la época para proceder al desguace de su testamento.
Los estudios sobre el 98 no eran
ninguna excepción. Que en el año 2004 se reeditara (lo hizo Veruert) el
fundamental libro de José-Carlos Mainer La doma de la quimera, vino a
certificar la falta de reemplazos. Y también, a la vez, la línea a seguir. El
propio Mainer (pionero en el tratamiento del fenómeno 98 desde la historia
política) y los trabajos de Enrique Selva, (Pueblo, “intelligentsia” y
conflicto social (1898-1923). En la resaca de un centenario, Edicions de
Ponent, 1999), marcaron el camino: había que maridar la historia con la edición
de clásicos y romper con los discursos solipsistas. Destruir los muros entre
disciplinas. Integrar las explicaciones y superar el marco de la mera
información. Buscar una nueva alianza con el lector. Reconstruir la complicidad
del lector. Rebajar el protagonismo del crítico para realzar la actualidad del
clásico. Desvelar los refritos, impugnarlos. Desactivar los tópicos. Aventar
las contradicciones. Oxigenar las conclusiones y los procedimientos. Aligerar
los aparatos críticos y añadir aumentos a la lupa del historiador de la
cultura. Ya lo dejó escrito Azorín, en 1916: “En España hemos dado en la flor
de hacer las ediciones populares de clásicos de tal forma que causen desagrado
y molestia al público a quien se destinan”. Lo triste es que esto fuera verdad
cien años después. Se sellaban una escasa nómina de ediciones escolares
oficiales, y se reducía la cantidad de posibles interpretaciones a un mero
reflejo de escuela.
Así estaba la situación cuando se
produjo la explosión de los trabajos de Francisco Fuster. No es de extrañar que
la presa se resquebrajara gracias a un historiador. El ambiente investigador en
el ámbito de la Historia lo permitía, puesto que los mensajes predominantes
allí eran: “cuéntalo mejor”, o “asume la tradición, pero supérala”; en suma:
“vuelve al archivo, métete en la hemeroteca”. Recupera textos. Cada generación
de historiadores (y Fuster lo es, y muy joven) tiene derecho a impugnar la
versión de sus maestros y predecesores, porque si no, el conocimiento no
avanza, y el interés extracadémico decrece. Los vínculos se cortan, la
pedantería y el aburrimiento amenazan al sistema cultural. Es bien sabido que
no hay nada más efímero que un libro de historia. Y por esta razón, Fuster ha
operado hasta ahora de una forma inteligente: ha conservado el poder literario
del clásico, construyendo nuevos clásicos, mientras sugería en pocas palabras
la orientación antiprovinciana de su pensamiento. No es casual que en su última
obra, Baroja y España. Un amor imposible (Fórcola, 2014), se ocupe
durante toda la parte inicial por situar a la crisis de valores barojiana no
sólo en su contexto español, sino también en el debido contexto europeo, y que
se haya preocupado de ir muy fuerte en sus lecturas de Freud, Jaspers, Nordau,
Simmel, Spengler, Nietzsche y Durkheim, entre otros.
Esto no quiere decir que el
historiador joven caiga o deba hacerlo en la irrespetuosidad y la petulancia
del recién llegado. Nada más lejos de la realidad. Nada más lejos del carácter
de Fuster. De la operación de desbroce y clarificación surgen destacados los
nombres de los imprescindibles: José Carlos Mainer, Rafael Pérez de la Dehesa,
mientras se reclama en voz baja pero firme la exigencia de que dimitan los
lugares comunes y se reinstalen en la materia el libre examen y la exigencia
científica.
La especial habilidad de Fuster para
crear nuevos libros de autores que se suponían agotados o hipereditados, la han
señalado dos críticos de excepción: Eduardo Moga y Andrés Trapiello. Moga
escribió en su blog que “La forma de trabajar de Fuster es deliciosamente
simple: elige un autor relevante, descubre o espiga textos menos conocidos u
olvidados, escribe una introducción que sitúa con justeza al autor y a la obra,
aporta el aparato crítico necesario -pero no más- y fija el texto como un buen
árbitro: con equidad, pero sin que se note” (19 de mayo de 2014).
Trapiello lo confirma en su prólogo a Libros, buquinistas y bibliotecas:
“Pese a la procedencia heterogénea de estos artículos y prólogos, escritos a lo
largo de sesenta años, se diría que forman un todo armónico, quiero decir que
Fuster ha escrito otro libro más de Azorín”. Fuster es un recreador de
textos, en el sentido wildiano: descubre, presenta, selecciona: crea. Es
un crítico artista. No es un filólogo puro ni un historiador apegado a la
estadística. Es un árbitro con inspiración poética y una visión muy clara de
cómo debe encapsularse una porción de historia del pensamiento español. Un
artista científico, como si dijéramos.
Por supuesto no se trata del único
estudioso que se ha acercado con provecho al período en los últimos años. Pero
sí, sin duda alguna, es el más hiperactivo, enérgico y coherente. Justo Serna y
Anaclet Pons, en su prólogo a Baroja y España, han afirmado que “es
quien más rápida y certeramente dispara por estos lares”. Una observación
exacta: Fuster es el único joven crítico de críticos que genera crítica. Y
realmente no para, no descansa: en 2012 editó y prologó Ante Baroja (Universidad
de Alicante), la reunión de todos los trabajos y reseñas de tema barojiano
escritos por Martínez Ruiz, y el también azoriniano ¿Qué es la historia? (Fórcola),
revolucionaria recopilación de artículos de teoría historiográfica. En 2013
editó Semblanzas, de Pío Baroja, en Caro Raggio, y este 2014 ya han
visto la luz, en cinco meses, Libros, buquinistas y bibliotecas, de
Azorín, en Fórcola también, la traducción de Máximas y malos pensamientos,
de Santiago Rusiñol (Vaso Roto), y el ensayo que podría calificarse como su
obra culminante, hasta la fecha, su Baroja y España, sobre el que vierte
todo su conocimiento de la historia cultural. Sobre Julio Camba ha prologado
y/o editado Alemania (Renacimiento, 2012), Maneras de ser periodista (Libros
del KO, 2013), Caricaturas y retratos
(Fórcola, 2013) y Crónicas de viaje (Fórcola, 2014). En tres escasos
años ha dado a la luz el trabajo que en otro hubiera ocupado diez o veinte
años. Y, desde luego, no se le puede reprochar precisamente falta de espíritu
de exactitud o parsimonia creativa. Lo que ocurre es que su pasión es de las
auténticas, de las que perduran, de las que arden sin consumir. Porque así son
los investigadores auténticos.
En realidad, la ideas que maneja
Fuster no son complicadas. Es más, yo creo que precisamente su valor estriba en
la simplificación que se produce al concebir un auténtico método.
Surgen de un grupo doble de hipótesis que vertebraron su tesis doctoral y sus
primeros artículos especializados: considerar a Baroja como un historiador y,
por otro lado, considerar sus novelas como fuentes de investigación histórica.
Así, el legado de Mainer y Pérez de la Dehesa se combina con los modos de
argumentar y preguntar de Chartier y Bourdieu, revisitando de un modo ordenado
temas que llevaban mucho tiempo generando debate filológico o historiográfico.
Por lo tanto, lo que se invalida no es la vigencia de libros como Nietzsche
en España, de Gonzalo Sobejano, sino la convicción generalizada de que
resulta imposible seguir avanzando. Lo que no puede ser es que las bases del
estudio de nuestra literatura contemporánea sigan enraizadas en un libro de
1967, por excelente que sea, o que deban diluirse en conocimientos esotéricos.
Los materiales han de remozarse, han de cambiar, han de refrescarse y
contaminarse de los roces inmediatos.
Mientras todos esos libros salían
discretamente a la calle, un historiador de la talla de Ricardo García Cárcel
escribía cosas como la siguiente: “El esencialismo de la generación del 98
tendió progresivamente a buscar el consuelo antropológico en la historia. Los
caracteres nacionales se sitúan en el escenario de la historia para depositar
la responsabilidad de lo que somos no en el fatalismo de la predeterminación
sino en los condicionamientos del pasado. La historia frente a la naturaleza.” (La
herencia del pasado, 2012, p. 94).
Los historiadores han rescatado a los escritores de 1900 y los han
situado en el contexto necesario. Pero no para completar el acercamiento
textual, al modo tradicional, sino para considerarlos un filtro a través del
cual fueron construyéndose los nacionalismos y los partidismos anteriores a
1936, para señalar no sólo su excelencia literaria, sino también su
representatividad como forjadores de tradiciones heréticas, revulsivos y
enfoques imprevistos. Todo indica, pues, que la historia de las mentalidades,
un invento que procedía de la aplicación de la antropología cultural aplicada a
realidades inaprensibles para la tradición escrita, ha sido y es la palanca que
ha liberado a la gran ballena del 98.
Sigámosla, para ver a qué nuevas
islas luminosas es capaz de conducirnos.